jueves, 2 de junio de 2011

SEGUNDO aÑO. "HORMIGA", LUIS BRITTO GARCÍA

"Hormiga", un cuento de Luis Britto García
A papá yo le dije: a la escuela no, porque allí todos son tontos. Yo le conté de ayer, llegué, me dieron tijeritas me dijeron recorta patitos conejitos perritos yo les pregunté para qué, se quedaron mirándome. Vi a los otros niños y amontonaban cubitos de madera llevaban de aquí para allá pelotitas se metían el dedo en la nariz entonces me aburrí comencé a cortar papel y así fabriqué la trampa osmótica. Primero cayó uno que le decían Pablito y que se orinaba después vino Carlitos después los demás después la maestra señorita Corina todos pataleaban y ella gritaba entonces claro los demás maestros los bedeles el director el subdirector el policía después de la cosa hubo que darles calmantes y querían saber cómo la había hecho y más aún cómo la había desmontado, les dije que era sólo un anulador de contigüedades pero no me entendían entonces me puse bravo y no les quise explicar más. Mientras examinaban los recortes del papel me puse a hojear el diccionario y aprendí a leer le pedí a la maestra señorita Corina que me explicara el cálculo integral entonces ella sacó el pañuelito y volvió a llorar sin embargo papá me ha traído otra vez.
Señor calvo con corbata negra que me lleva a un cuarto aparte y me habla bajito me dice vamos a conversar vamos a hacerte el tes la matemática la cosa la capacidad el tes, me da hojitas las miro le digo no sea tonto. Cómo, me dice, y entonces le explico, todas estas hojitas son para decir la misma cosa en distinta forma, dos igual a uno más uno igual a ocho cuartos igual a cuatro ente dos igual a equis cuadrado igual a. Y ahora qué culpa tengo yo de que este señor se haya pasado su vida en esta bobería de decir lo mismo en forma distinta con bichitos que si integral que si triángulo que si seno cuadrado y sólo ahora se dé cuenta, mire al techo y se ponga pálido y le dé una cosa así. Para calmarlo le resuelvo una cosa que llaman el teorema de la transición mutua y que era insoluble pero no se calma en cambio me mira grita corre se olvida los lentes ya me aburrió.
Los viejitos que vienen después quieren convencerse de la geometría de Uclides pero no me gusta las demostraciones se basan todas en axiomas que son indemostrables y además, falsos, se miran entre sí, entre tanto junto palitos, dejan de mirarme y ven mis manos parece que los molestan se fascinan palidecen uno se desmaya cuando hago coincidir dentro de la estructura los dos campos de espacio inverso y se produce la dimensión otra y hay más griterío cuando desmonto el sistema y no les quiero decir.
El bobo que viene después con la Corina señorita maestra me hable de Dios y quiere quedarse mucho rato pero se va muy rápido sólo repite cosas que le dije como por ejemplo si es todopoderoso cómo no puede fabricar que no pueda mover él mismo cómo si es todopoderoso no puede mover una piedra si es todopoderoso cómo no fabrica, yo lo creo un poco fastidioso, los pollitos del patio pían y muchos niñitos cantan cosas. Hay en él cuatro cajitas con hormigas vivas y algo deberá suceder. Pero es muy raro.
Cómo también decirles a los otros tontos que vienen en la tarde después del almuerzo y me hablan del silogismo que si pienso igual a existo entonces lo que decimos es pienso igual pienso, solemne bobería, y que si pienso no es igual a existo, entonces lo que hemos dicho es mentira. Después que si la cosaensí y que si langustia, yo nada más los miro y ellos se van, se van, se van callando. El señor con saco a cuadros se queda mirando el vacío y todavía lo mira media hora después, entonces recuerdo y desarmo el concatenador de ciclos temporales hecho con pajaritas de papel que dejé sobre la mesa y estoy otra vez bravo.
Ahora los otros muchos señores que me han hablado al fin se han ido unos sudorosos otros tambaleándose otros gritando cuando les expliqué la estructura del tiempo y las cosas como son, y yo fastidiado sólo en este salón lleno de sillitas pero sin niños miro las cosas las banderitas las cajitas los cubitos los lápices los mapas los germinadores los formicarios con tantas hormiguitas lo fácil que es entender su idioma con sólo mirar.
Corren dicen mueven bullen se precipitan por los corredores, qué pasa, lo inimaginable pero predecible, ha nacido una hormiga blanca y qué furia, qué discursos en las organizaciones de intervalos de acción, qué razonamientos en el corre aquí, corre allá, y lo que harán, desde luego, no se las entendiera se puede saber lo que harán, antenitas bichitos larvas a toda carrera cercar a la hormiguita blanca y mirar mirar mirar cómo es posible si ellas son negras no puede ser, y lo que no puede ser no debe ser, antenitas patitas ojitos pinzas remolino, empujan a la hormiguita blanca, unos grandes animales la tumban le arrancan sus ojitos patitas antenitas remolino fuertes animales cabezas pinzas enormes muerden sueltan rasgan miran miran retroceden patas tórax briznas trizas blancas execrables remolino.
El gran camión y los hombres que pisan fuerte aunque no quisieran han entrado en el patio hace rato y están nerviosos yo espero siento cómo toman una tras otras las edificaciones del edificio y al fin alguien toca tienta abre la puerta de mi salón, es la señorita Corina maestra que aprieta mucho su pañuelito tiembla me dice los señores han venido a buscarte ella no dice qué señores pero yo torbellino cabezas pinzas patas yo sé.
Luis Britto García

SEGUNDO AÑO. "EL AHOGADO MÁS HERMOSO DEL MUNDO", GARCÍ MÁRQUEZ

Gabriel García Márquez
(Aracata, Colombia 1928—)


EL AHOGADO MAS HERMOSO DEL MUNDO

LOS PRIMEROS NIÑOS que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.
No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.
Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piitrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.
No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderio ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
—Tiene cara de llamarse Esteban.
Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jovenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
—¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!
Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.
Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.
Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

miércoles, 1 de junio de 2011

Primer Año. "La isla del tesoro"(Continuación)

Capítulo 4
El cofre
No perdí ya entonces más tiempo en decirle a mi madre todo lo que sabía y que sin duda hubiera debido poner mucho antes en su conocimiento. Inmediatamente nos dimos cuenta de lo difícil y peligroso de nuestra situación. Parte del dinero que aquel hombre pudiera esconder -si es que algo guardaba- nos pertenecía con toda justicia, pero no era probable que los compañeros de nuestro capitán, sobre todo los dos ejemplares que yo había visto, «Perronegro» y el mendigo ciego, estuvieran dispuestos a perder una parte del botín, y para saldar las cuentas del difunto. Tampoco podía yo cumplir el encargo del capitán de cabalgar en busca del doctor Livesey, dejando a mi madre sola y sin protección. Ni siquiera nos parecía posible a ninguno de los dos seguir por más tiempo en la hostería. El chisporroteo de los leños en el fogón, el tic-tac del reloj, todo nos llenaba de espanto. Por todas partes nos parecía oír pasos sigilosos que se acercaban. El cuerpo muerto del capitán seguía tendido en el suelo de la habitación. Yo no paraba de pensar en el siniestro ciego, al que suponía rondando la casa y pronto a aparecer. El miedo me ponía la carne de gallina. Había que tomar una decisión inmediatamente; y se me ocurrió como única salida que nos marchásemos de la hostería para buscar auxilio en el cercano caserío. Y dicho y hecho. Tal como estábamos, sin siquiera cubrirnos, mi madre y yo echamos a correr en la oscuridad, cada vez más densa, de aquel helado atardecer.
El caserío sólo distaba unos cientos de yardas y teníamos la ventaja de que, en cuanto traspusiéramos la ensenada, ya no se nos vería; también me tranquilizaba que se hallara en dirección opuesta a aquella por donde había venido el ciego y por la que probablemente se había marchado. Recorrimos el camino en pocos minutos, y eso contando que nos detuvimos alguna vez para escuchar. Pero no se oía ruido alguno desacostumbrado, sólo el suave batir de las olas en la playa y el graznar de los cuervos en el bosque.
Cuando llegamos al caserío, ya se encendían las primeras luces, y nunca olvidaré el alivio que sentí al ver aquellos resplandores amarillentos que se filtraban por puertas y ventanas. Pero ésa fue toda la ayuda que de allí recibimos, porque -aunque parezca mentira- nadie estaba dispuesto a regresar con nosotros a la «Almirante Benbow», y cuanto más dramatizábamos nuestras desventuras, menos inclinados parecían todos -hombres, mujeres o mozos- a abandonar el cobijo de sus hogares. El nombre del capitán Flint, aunque desconocido para mí, era bastante famoso para muchos de los vecinos, y en todos causaba el mayor espanto. Alguno de los labradores que habían estado arando las tierras de más allá de la hostería recordaba haber visto gente forastera en el camino, y, tomándolos por contrabandistas, habían huido de ellos; uno, por lo menos, aseguraba haber visto un lugre fondeado en la que llamábamos la Cala de Kitt. Y tan sólo la idea de encontrarse con alguno `de los compañeros del capitán ya bastaba para infundirles el más invencible de los temores. El resultado fue que, si bien varios vecinos se ofrecieron para ir a caballo hasta la casa del doctor Livesey, que por cierto estaba en la dirección contraria, ninguno estuvo dispuesto a ayudarnos para defender la «Almirante Benbow».
Dicen que la cobardía es contagiosa; pero la discusión, por el contrario, enardece. Y así, después que cada uno expresó sus opiniones, mi madre les lanzó una arenga declarando que no estaba dispuesta a perder un dinero que pertenecía a su hijo.
-Si ninguno de vosotros se atreve -les dijo-, Jim y yo sí nos atrevemos y no os necesitamos para encontrar el camino de vuelta. Os agradezco mucho a todos, manada de gallinas, vuestro amparo.
Nosotros abriremos ese cofre, aunque nos cueste la vida, y le agradecería a usted, señora Crossley, que me prestase una bolsa para traernos el dinero que nos pertenece.
Yo, por supuesto, dije que iría con mi madre; y por supuesto, todos intentaron convencernos de nuestra temeridad, pero ni aún entonces hubo alguno que decidiera venir con nosotros. Lo único que hicieron fue darme una pistola cargada, por si nos atacaban, y prometernos tener caballos ensillados para el caso de que fuésemos perseguidos al regreso. También enviarían a un muchacho a casa del doctor Livesey para buscar el socorro de gente armada.
El corazón me latía en la boca, cuando salimos al frío de la noche y emprendimos nuestra peligrosa aventura. La luna llena empezaba a levantarse e iluminaba con su brillo rojizo los altos bordes de la niebla. Aligeramos el paso, pues muy pronto todo estaría bañado por una luz casi como el día y no podríamos ocultarnos a los ojos de cualquiera que estuviera vigilando. Nos deslizamos silenciosos y rápidamente a lo largo de los setos sin que escuchásemos ruido alguno que aumentara nuestros temores, hasta que con sumo júbilo cerramos tras de nosotros la puerta de la «Almirante Benbow».
Corrí inmediatamente el cerrojo, y permanecimos unos instantes en la oscuridad, sin movernos, jadeantes, a solas en aquella casa con el cuerpo del capitán. En seguida mi madre se procuró una vela y cogidos de la mano penetramos en la sala. El cuerpo yacía tal como lo habíamos dejado, tumbado de espaldas, con los ojos abiertos y un brazo estirado.
-Baja las persianas, Jim -susurró mi madre-, no sea que estén ahí fuera y nos vean. Y ahora tenemos que encontrar la llave de eso -dijo, cuando yo acabé de cerrar-, pero ¿quién se atreve a tocarlo? -y al decir esto no pudo reprimir un sollozo.
Me arrodillé junto al capitán. En el suelo, cerca de su mano, encontré un redondel de papel ennegrecido por una de sus caras. No dudé de que aquello era la Marca Negra; y, cogiéndolo, pude leer en el dorso escrito con letra muy clara y limpia el siguiente aviso: «Tienes hasta las diez de esta noche».
-Tenía hasta las diez, madre -dije yo.
Y al tiempo de decir esto, nuestro viejo reloj empezó a sonar dando las horas. Las campanadas nos sobrecogieron de terror, pero al menos contándolas nos tranquilizamos, ya que no eran más que las seis.
-Vamos, Jim -dijo mi madre-. La llave.
Registré los bolsillos uno tras otro; sólo encontramos unas monedas, un dedal, un poco de hilo y unas agujas enormes, un trozo de tabaco mordido por una punta, su navaja de corva empuñadura, una brújula de bolsillo y yesca. Yo ya empezaba a desesperar.
-Acaso la tenga colgada del cuello -sugirió mi madre.
Venciendo una gran repugnancia, desgarré su camisa y allí, colgada de su cuello, en un cordel embreado, que corté con su propia navaja, estaba la llave. Este triunfo nos llenó de esperanza y subimos sin perder un segundo al cuarto donde tanto tiempo había él dormido y donde desde el día de su llegada permanecía su cofre. Era un cofre igual que tantos otros de los que suelen usar los navegantes; tenía la inicial B marcada en la tapa con un hierro al rojo vivo y las esquinas estaban aplastadas y maltrechas por el largo y tempestuoso servicio.
-Dame la llave -dijo mi madre. Y aunque la cerradura se resistió, no tardó en abrirla, y levantamos la tapa.
Un fuerte olor a tabaco y a brea emanó de su interior; encima de todo vimos ropa nueva, cuidadosamente cepillada y doblada. Mi madre aventuró que no había sido estrenada. Debajo empezamos a descubrir los más heterogéneos objetos: un cuadrante, un vaso de estaño, varias libras de tabaco, una pareja de excelentes pistolas, un pedazo de un lingote de plata, un antiguo reloj español y otras baratijas, como un par de brújulas montadas en latón y cinco o seis conchas de caracoles de las Antillas. Muchas veces después he recordado esas conchas y he pensado en lo extraño de que las llevara con él a través de su errante, criminal y aventurera existencia.
Sólo aquel lingote de plata y algunas monedas tenían algún valor; pero ni uno ni las otras nos aprovechaban. Debajo de todo había un viejo capote marino descolorido ya por la sal y el aire de tantos océanos y puertos. Mi madre tiró de él, encolerizada, y entonces descubrimos lo que había en el fondo del cofre: un paquete envuelto en hule, que parecía contener papeles, y un saquito de lona que, al tocarlo, dejó oír un tintineo de oro.
-Voy a enseñarles a esos forajidos que yo soy una mujer honrada -dijo mi madre-. Tomaré lo que se me debe y ni un farthing más. Sostén la bolsa de la señora Crossley -y empezó a contar las monedas hasta sumar la cantidad que el capitán nos había dejado a deber.
La tarea fue larga y dificultosa, porque había monedas de todos los países y tamaños: doblones y luises de oro y guineas y piezas de a ocho y qué se yo cuántas más, todas revueltas en aquella bolsa. Además, mi madre únicamente sabía ajustar cuentas con guineas, y precisamente éstas eran las más escasas.
Aún no habíamos llegado ni a la mitad de la cuenta, cuando de pronto, en el aire silencioso y helado, escuchamos algo que casi paralizó los latidos de mi corazón: el toc toc toc del palo del ciego sobre la carretera endurecida por el frío. Se acercaba lentamente. Permanecimos quietos, conteniendo la respiración. Después sonó un golpe fuerte en la puerta de la hostería y oímos levantarse la falleba y rechinar el cerrojo como si aquel miserable tratara de abrir; luego hubo un largo y terrible silencio. Después el toc toc toc se escuchó una vez más, y, con la mayor alegría por nuestra parte, cada vez más lejano, hasta que se perdió en la noche.
-Madre -le dije-, cojamos todo y vámonos. -Porque estaba seguro de que, al haber encontrado la puerta cerrada por dentro, el ciego entraría en sospechas y no tardaría en volver con toda la cuadrilla; aun así me alegré de haber echado el cerrojo, pues tal era el espanto que me producía aquel pavoroso ciego.
Pero mi madre, a pesar de sus temores, no quería apropiarse de un penique más de lo que se le debía, y se obstinaba también en no contentarse con menos. Me tranquilizó diciendo que aún faltaba mucho para las siete. No estaba dispuesta a irse sin haber saldado la cuenta. Y aún trataba yo de convencerla, cuando escuchamos de pronto un corto y apagado silbido en la lejanía, sobre la colina. Aquello fue más que suficiente para los dos.
-Me llevaré lo que he cogido -dijo, poniéndose en pie de un salto.
-Y yo tomaré esto para completar la cuenta -dije yo, echando mano al envoltorio de hule.
Un instante después bajábamos a tientas por la escalera, porque habíamos olvidado la vela junto al cofre vacío; y sin perder tiempo abrimos la puerta y escapamos a todo correr. Unos minutos más tarde y hubiera sido fatal para nosotros, porque la niebla iba aclarando más que de prisa y la luna ya iluminaba las zonas mas altas, y sólo por la hondonada del barranco y en torno a nuestra puerta flotaban aún tenues velos que nos ocultaron en la huida. Pero antes de llegar a mitad de camino del caserío, casi al final de la cuesta, la niebla se levantaba dejando paso a la claridad de la luna, y forzosamente teníamos que pasar por allí. Además, escuchamos rumor de gente cada vez más cerca y vimos una luz que oscilaba entre la bruma y que indicaba que uno de nuestros perseguidores al menos traía una linterna de aceite.
-Hijo mío -dijo mi madre-, toma el dinero y escapa tú. Creo que voy a desmayarme.
Pensé que aquello era el fin de los dos. Maldije la cobardía de nuestros vecinos y culpé a mi pobre madre tanto por su honradez como por su codicia, por su pasada temeridad y por su desfallecimiento ahora. Casi habíamos llegado al puente pequeño, y había un terraplén que bien podía servirnos, por lo que la ayudé para llegar hasta él y ocultarnos; fue dejarla apoyada en el talud cuando con un suspiro se desplomó sobre mi hombro. No sé cómo tuve fuerzas para conseguirlo, y me temo que usé cierta brusquedad, pero logré arrastrarla por la pendiente hasta casi ocultarla bajo el puente. No pude hacer más, porque el arco era tan bajo, que no me permitió más que reptar, y, aunque mi madre quedaba casi a la vista de aquellos desalmados, allí permanecimos, tan cerca de la hostería, que pudimos ver todo cuanto en ella ocurrió.
Capítulo 5
La muerte del ciego
La curiosidad fue más fuerte que mis temores y abandoné mi escondrijo; me arrastré hasta la cima del talud, y desde allí, ocultándome tras un matorral de retama, pude observar a todo lo largo de la carretera hasta la puerta de nuestra casa. No tuve que aguardar mucho, pues de inmediato empezaron a llegar mis enemigos, al menos siete u ocho; corrían hacia la casa y el ruido de sus pasos resonaba en la noche. Uno llevaba una linterna y marchaba delante; otros tres corrían juntos, cogidos por las manos; y, a pesar de la niebla, vi que el que iba en medio del trío era el mendigo ciego. Un instante después escuché su voz.
-¡Echad abajo la puerta! -gritaba.
-¡Echadla abajo! -contestaron otras voces.
Y vi cómo se lanzaban al asalto de la «Almirante Benbow», mientras el que sostenía la linterna avanzaba tras ellos. De pronto se detuvieron y hablaron en voz baja, como si les hubiera sorprendido encontrar abierta la puerta. Pero, acto seguido, el ciego volvió a darles órdenes. Su voz sonó estentórea y aguda, como si ardiera de impaciencia y rabia.
-¡Entrad! ¡Entrad! ¡Entrad! -gritaba, maldiciendo a sus compinches por su indecisión.
Cuatro o cinco de ellos obedecieron en seguida y dos permanecieron en la carretera junto al fantasmal mendigo. Hubo un gran silencio. Después oí una exclamación de sorpresa y una voz gritó desde la casa:
-¡Bill está muerto!
El ciego rompió otra vez en juramentos.
-¡Registradlo! ¡Gandules! ¡Y los demás que suban a por el cofre! -volvió a gritar.
Hasta mí llegaba el estruendo de sus carreras por nuestra vieja escalera; la casa parecía temblar con sus pisadas. Después escuché nuevas voces de sorpresa, la ventana del cuarto del capitán se abrió de golpe, con gran estrépito de vidrios rotos, y un hombre asomó iluminado por la claridad de la luna y llamó al que estaba abajo en la carretera.
-¡Pew! -gritó-, nos han tomado la delantera. Alguien ha limpiado ya el cofre; todo está patas arriba.
-¿Y lo que buscamos? -preguntó Pew.
-Hay dinero.
El ciego maldijo el dinero.
-¡El escrito de Flint es lo que importa! -gritó.
-No lo vemos por aquí -repuso el otro.
-¡Eh, los de abajo, registrad bien a Bill! -vociferó de nuevo el ciego.
Salió entonces a la puerta uno de los que se habían quedado abajo para registrar al capitán.
-A Bill ya lo han cacheado -dijo-. No lleva nada.
-¡Ha sido la gente de la posada! ¡Ha sido ese chico! ¡Ojalá le hubiera sacado los ojos! -exclamó Pew-. No hace ni un minuto que aún estaban ahí dentro; el cerrojo estaba echado cuando yo intenté abrir la puerta. ¡Vamos! ¡Registradlo todo! ¡Buscadlo!
-No pueden andar lejos -gritó el que asomaba por la ventana-, aquí hay una vela que todavía está encendida.
-¡Buscadlos! ¡Hay quedar con ellos! -aullaba Pew, mientras golpeaba furiosamente con su báculo contra la carretera.
Entonces comenzó un gran desconcierto en nuestra vieja hostería; carreras y ruidos por todas partes, muebles que se volcaban, puertas abiertas a patadas; el estruendo parecía resonar en las cercanas montañas. Luego empezaron a salir los asaltantes, uno a uno, y aseguraron que sin duda ya no nos encontrábamos allí. En ese momento, el mismo silbido que antes nos alarmara a mi madre y a mí, cuando estábamos contando el dinero del capitán, se escuchó de nuevo, claro y agudo, en la quietud de la noche. Ahora sonó dos veces. Al principio creí que se trataba del ciego, que de esta forma llamaba a su tripulación al abordaje; pero reparé en que el sonido venía desde la cuesta que conducía al caserío, y al ver el efecto que tuvo sobre aquellos bucaneros, comprendí que se trataba de un aviso de peligro.
-Es Dirk -llamó uno de los maleantes-. ¡Dos toques! Tenemos que largarnos, compañeros.
-¡Lárgate tú, inútil! -clamó Pew-. Dirk siempre ha sido un miserable cobarde... ¡No le hagáis caso! ¡Buscad al chico y a su madre, no pueden estar lejos! ¡Dispersaos y buscadlos, perros! ¡Maldita sea mi alma! -juró-. ¡Si yo tuviera vista!
Esta arenga produjo su efecto, sin duda, porque dos o tres empezaron a buscar aquí y allá en la leñera, aunque desde luego sin excesivo entusiasmo, ya que les preocupaba más su propio peligro, los demás permanecían indecisos en la carretera.
-Tenéis una fortuna en vuestras manos, imbéciles, y os asustáis de vuestra sombra. Podéis ser tan ricos como reyes, si logramos encontrar ese papel. Sabemos que está aquí y aún os hacéis los remolones. Cuando ninguno de vosotros se atrevía a encararse con Bill, yo lo hice... ¡yo, un ciego! ¡No voy a perder mi parte por vuestra culpa! ¿Es que voy a reventar como un miserable pordiosero arrastrándome mendigando un poco de ron, cuando podría ir en carroza? ¡Si tuvierais las agallas de una pulga, los atraparíais!
-Que se vayan al infierno, Pew. Ya tenemos los doblones -refunfuñó uno de ellos.
-Habrán escondido el escrito -dijo otro-. Coge estas guineas, Pew, y deja de aullar.
Aullidos era verdaderamente la palabra más exacta, y a tal punto llegó la cólera de Pew al oír a su compañero, que su ira estalló v empezó a dar golpes de ciego con su bastón a diestro y siniestro, y en las costillas de más de uno los oí resonar. Se enzarzaron todos amenazándose con horribles maldiciones y tratando en vano de arrancar el palo de las manos del ciego.
Su pendencia fue nuestra salvación, porque, mientras ellos reñían, otro ruido llegó hasta nosotros desde lo alto de la cuesta del caserío: el rumor de cascos de caballos al galope. Casi al mismo tiempo el resplandor y la detonación de un pistoletazo sacudieron al fondo del camino. Debía ser ésa la última señal de peligro, porque los bucaneros, al escucharla, dieron vuelta y echaron a correr, dispersándose en todas direcciones, lo mismo hacia el mar, a lo largo de la bahía, como a través del cerro, de suerte que en medio minuto no quedó de la pandilla sino Pew. Lo habían abandonado o por cobardía o en venganza por sus injurias y golpes; y allí estaba él solo y golpeando con el palo en la carretera, frenéticamente, tanteando el aire y llamando a sus camaradas. De pronto avanzó hacia donde yo estaba, corría; pasó ante mí, gritando:
-Johnny! ¡«Perronegro»! ¡Dirk! -y otros nombres-. ¡No abandonéis al viejo Pew, camaradas! ¡No abandonéis al viejo Pew!
El atronador galopar de los caballos sobrepasó la cima de la cuesta, y cuatro o cinco jinetes se dibujaron a la luz de la luna y se lanzaron cuesta abajo a galope tendido.
Y entonces vi que Pew cayó en la cuenta de su error; intentó dar la vuelta y echó a correr hacia la cuneta, donde se precipitó dando tumbos. Se levantó inmediatamente y siguió corriendo, pero ya estaba perdido, y vi cómo cala bajo las patas del primer caballo. El jinete trató de esquivarlo, pero fue en vano. Pew cayó dando un grito, que resonó en el frío de la noche. Los cascos del animal lo pisotearon, revolcándolo contra el polvo, y pasaron dé largo. Allí quedó Pew, tendido sobre su costado; después se estremeció, casi dulcemente, y quedó inmóvil.
De un salto me puse en pie y llamé a los jinetes. Habían frenado sus monturas, horrorizados por el accidente, y los reconocí. Uno de ellos, que cabalgaba rezagado, era el muchacho que habían enviado los del caserío a casa del doctor Livesey, y los demás eran agentes de Aduana a los que encontrara a medio camino y con los cuales había tenido la buena idea de regresar rápidamente. El superintendente Dance había sido informado sobre el lugre fondeado en la Cala de Kitt y por eso precisamente venían aquella noche hacia nuestra casa. Esas circunstancias nos habían librado a mi madre y a mí de una muerte segura.
Pew estaba tan muerto como una piedra. En cuanto a mi madre, la llevamos a la aldea y un poco de agua fresca y unas sales bastaron para hacerle volver en sí, sin más consecuencias que el susto, aunque no dejó de lamentarse por haber perdido lo que faltaba para liquidar la cuenta del capitán. El superintendente y los suyos continuaron inmediatamente hacia la Cala de Kitt, pero tenían que descender una abrupta barranca, y sin luces, por lo que, entre que debían tantear la senda y desmontar de sus cabalgaduras, además de las precauciones por el caso de que les hubieran tendido una emboscada, para cuando llegaron a la Cala, el lugre ya había zarpado. Se encontraba todavía, sin embargo, tan cerca de la costa, que el superintendente intentó detenerlo ordenándoles que se entregasen. Pero una voz respondió desde el mar conminándole a apartarse de donde estaba si no quería llevarse un poco de plomo en el cuerpo, lo que no era difícil ya que estaba iluminado por la claridad de la luna, y al mismo tiempo sonó un disparo y una bala silbó junto a su brazo. El lugre ya doblaba el cabo y desapareció. El señor Dance se quedó, como él mismo dijo, «como pez fuera del agua», y todo lo que pudo hacer fue enviar a uno de sus aduaneros a Bristol para dar aviso al cúter que servía de guardacostas.
-Es igual que nada -dijo-. Nos la han jugado. De lo único que me alegro es de haber acabado con ese canalla de Pew -del cual ya sabía la historia por habérsela yo contado.
Volvimos juntos a la «Almirante Benbow», y no es posible describir un estrago mayor; hasta nuestro viejo reloj estaba derribado, y toda la casa patas arriba, pues en su busca nada habían dejado en pie aquellos malhechores, y, aunque no consiguieran llevarse otra cosa que el dinero del capitán y algunas monedas de plata que guardábamos en el mostrador, pensé que sin duda estábamos arruinados. El señor Dance tampoco daba crédito a sus ojos.
-¿No me dijiste que querían robar el dinero? Pues entonces, dime, Hawkins, ¿por qué lo han destrozado todo? ¿Buscarían más dinero?
-No, señor -le contesté-, creo que no era dinero. Se me figura que buscaban algo que tengo yo en el bolsillo, y, para decir verdad, quisiera ponerlo a buen recaudo.
-Muy bien, muchacho -dijo él-, tienes razón. Si quieres yo puedo guardarlo.
-Yo había pensado en el doctor Livesey... -empecé a decir.
-Perfectamente -dijo interrumpiéndome con toda amabilidad-, perfectamente. Es un caballero y además magistrado. Ahora que pienso en ello, creo que debería ir yo también para darle cuenta de lo ocurrido a él y al squire. Esa basura de Pew está bien muerto, y no es que yo lo lamente, pero el caso es que hay personas de mala fe siempre dispuestas a aprovechar cualquier pretexto para acusar de lo que sea a un oficial de Su Majestad. Así que, escúchame, Hawkins, creo que debes venir conmigo.
Le di las gracias por su ofrecimiento y nos dirigimos caminando hasta el caserío donde estaban los caballos. Casi antes de poder despedirme de mi madre, vi que ya estaban todos montados.
-Dogger -dijo el señor Dance-, tú que tienes un buen caballo monta contigo a este joven.
Monté y me aferré al cinto de Dogger. Entonces el superintendente dio la señal y partimos al galope hacia la casa del doctor Livesey.
Capítulo 6
Los papeles del capitán
Cabalgamos sin descanso hasta que llegamos a la puerta del doctor Livesey. La fachada de la casa estaba a oscuras.
El señor Dance me indicó que desmontase y llamara, y Dogger me cedió su estribo para hacerlo. Una criada nos abrió la puerta.
-¿Está el doctor Livesey? -pregunté.
Me respondió que el doctor había estado durante toda la tarde, pero que en aquel momento se encontraba en la mansión del squire, porque estaba invitado a cenar y pasar la velada con él.
-Bien, pues vamos allá, muchachos -dijo el señor Dance. Como esta vez la distancia era más corta, ni siquiera monté, sino que fui corriendo asido al estribo de Dogger hasta las puertas del parque, y después, por la larga avenida de árboles, cubierta entonces de hojas y que la luz de la luna iluminaba, al final de la cual se perfilaba la blanca línea de edificaciones que componían la mansión, rodeada por inmensos jardines de centenarios árboles. El señor Dance desmontó y sin dilación fuimos admitidos en la casa. Un criado nos condujo por una galería alfombrada hasta un amplio salón cuyas paredes estaban todas cubiertas por estanterías con libros rematadas por esculturas. Allí se encontraban el squire y el doctor Livesey, sentados ante un maravilloso fuego de chimenea y fumando sus pipas.
Yo nunca había visto tan de cerca al squire. Era un hombre muy alto, de más de seis pies, y bien proporcionado; su rostro era enormemente expresivo, y su piel, curtida y algo enrojecida, supongo que por sus largos viales; las cejas eran muy negras y espesas y, al moverlas, le daban un aire de cierta fiereza.
-Pase usted, señor Dance -dijo con mucha ceremonia y no sin condescendencia.
-Buenas noches, Dance -añadió el doctor con una inclinación de cabeza-. Buenas noches, Jim. ¿Qué buen viento os trae por aquí?
El superintendente, muy envarado, contó lo ocurrido como quien recita una lección; y era digno de ver cómo los dos caballeros lo escuchaban con la máxima atención, intercambiándose miradas, tanto que hasta se olvidaron de fumar, absortos y asombrados por el relato. Cuando supieron cómo mi madre se había atrevido a regresar a la hostería, el doctor Livesey no pudo reprimir una exclamación:
-¡Bravo! -dijo con un gesto tan impulsivo, que quebró su larga pipa contra la parrilla de la chimenea.
Antes de que terminase el superintendente su narración, el señor Trelawney -pues ése, como se recordará, era el nombre del squire- se levantó de su butaca y empezó a recorrer el salón a grandes zancadas, mientras el doctor, como para oír mejor, se había despojado de la empolvada peluca; y por cierto que resultaba sorprendente verlo con su auténtico pelo, negrísimo y cortado al rape.
Por fin el señor Dance terminó su explicación.
-Señor Dance -dijo el squire-, es usted un hombre de provecho. Y en cuanto a la muerte de ese vil y desalmado forajido, lo considero un acto virtuoso como el aplastar una cucaracha. En cuanto a este mozo, Hawkins, es una verdadera joya. Por favor, Hawkins, ¿quieres tirar de la campanilla? El señor Dance tomará un trago de cerveza.
-¿Así, Jim -dijo el doctor-, que tú tienes lo que esos pillos andaban buscando?
-Aquí está, señor-dije, y le entregué el paquete envuelto en hule.
El doctor lo miró por todos lados, temblándole los dedos por la impaciencia de abrirlo; pero, en vez de hacerlo, se lo guardó tranquilamente en el bolsillo de su casaca.
-Señor Trelawney -dijo-, no debemos distraer al señor Dance por más tiempo de sus obligaciones; el servicio de Su Majestad no descansa. Pero sugeriría que Jim Hawkins se quedara a dormir en mi casa, y, con vuestro permiso, propongo, bien se lo ha ganado, que traigan el pastel de fiambre y que reponga fuerzas.
-Como gustéis, Livesey-dijo el squire-, pero Hawkins bien merece algo mejor que ese pastel.
Trajeron un enorme pastel de pichones, que dispusieron en una mesita junto a mí, y cené copiosamente, pues tenía un hambre de lobo. Mientras tanto el señor Dance fue nuevamente felicitado y finalmente despedido.
-Y bien, señor Trelawney... -dijo entonces el doctor.
-Y bien, señor Livesey -dijo el squire-. Ahora...
-Cada cosa a su tiempo -dijo riéndose el doctor-, cada cosa a su tiempo. Habréis oído hablar de ese Flint, ¿no es así?
-¡Hablar! -exclamó el squire-. ¡Hablar, decís! Flint ha sido el más sanguinario pirata que cruzó los mares. Barbanegra era un inocente niñito a su lado. Los españoles le tenían tanto miedo, que a veces me he sentido orgulloso de que fuera inglés. Con estos ojos he visto sus monterillas en el horizonte, a la altura de Trinidad, y el cobarde con quien yo navegaba viró y le faltó tiempo para refugiarse en las tabernas de Puerto España.
-Sí, también yo he oído hablar de él en Inglaterra -dijo el doctor-. Pero la cuestión es si realmente atesoraba tanta riqueza como dicen.
-¿Que si atesoraba tantas riquezas? -interrumpió el squire-. ¿Pero no conocéis la historia? ¿Qué buscaban esos villanos sino tal fortuna? ¿Por qué otra cosa iban a arriesgar su cuello? Esa carne de horca sabía lo que buscaba.
-Que es lo que nosotros ahora podemos conocer -contestó el doctor-. Pero sois tan exaltado, que me confundís y no he podido explicarme. Lo único que necesito saber es eso: Si yo tuviera aquí, en mi bolsillo, alguna indicación acerca del lugar donde Flint enterró su tesoro, ¿qué valor tendría para nosotros?
-¿Qué valor? -exclamó el squire-. Mirad: si tenemos esa indicación de que habláis, estoy dispuesto a fletar y pertrechar un barco en Bristol y llevaros a vos y también a Hawkins, y prometo hacerme con ese tesoro, aunque tenga que estar un año buscándolo.
-Magnífico -dijo el doctor-. Ahora, pues, si Jim está de acuerdo, abriremos el paquete.
Y diciendo esto puso ante él en la mesa el paquetito que se había guardado.
El envoltorio estaba cosido y el doctor tuvo que sacar su instrumental y cortó las puntadas con las tijeras de cirujano. Aparecieron entonces dos cosas: un cuaderno y un sobre sellado.
-Empezaremos por el cuaderno -dijo el doctor.
Y me hizo señas para que me acercase y gozara del placer de la investigación. El squire y yo mirábamos por encima de su cabeza mientras él lo abría. En la primera página sólo encontramos algunas palabras sin ilación, como las que se escriben por mero capricho. Alguna frase había, sin sentido, que repetía lo que yo había visto tatuado en el brazo del capitán: «Billy Bones es libre»; después leímos: «Señor W. Bones, segundo de a bordo». «Se acabó el ron». «A la altura de Cayo Palma recibió el golpe», y otros varios garabatos, la mayor parte palabras sueltas e incomprensibles. No pude menos que imaginar quién sería el que recibió «ese» golpe, y qué «golpe» sería... quizá el de un cuchillo, y por la espalda.
-No se saca mucho de aquí -dijo el doctor Livesey pasando las hojas.
En las diez o doce páginas siguientes había una curiosa serie de asientos. En los extremos de cada renglón constaba una fecha, en uno y en el otro una cantidad de dinero, como suelen figurar en los libros de contabilidad; pero, en lugar de anotaciones explicativas del concepto, sólo había un número variable de cruces. Así, el 12 de junio de 1745, por ejemplo, se indicaba haber asignado a alguien una suma de 70 libras esterlinas, pero sólo seis cruces indicaban el motivo. En otros casos, es cierto, se añadía el nombre de algún lugar, como «A la altura de Caracas», o una mera indicación del rumbo, como «62° 17'20”, 19° 2'40”».
La contabilidad abarcaba cerca de veinte años, y las cantidades que reflejaba cada asiento iban haciéndose mayores con el paso del tiempo; al final se había sacado el total, tras cinco o seis sumas equivocadas, y se le habían añadido las siguientes palabras: «Bones, lo suyo».
-No saco nada en limpio de todo esto -dijo el doctor Livesey.
-Pues está tan claro como la luz del día -exclamó el squire-. Este libro registra las cuentas de aquel perro desalmado. Las cruces representan los nombres de navíos hundidos o de ciudades saqueadas. Las cantidades son la parte que a él le tocaba, y, cuando tenía alguna duda, añadía para precisar: «A la altura de Caracas», lo que debe significar que en esa situación algún malaventurado barco fue abordado. Dios tenga compasión de las pobres almas que lo tripulaban... Se las habrá tragado el coral.
-¡Cierto! -dijo el doctor-. Se nota que habéis viajado mucho. ¡Cierto! Y así las cantidades iban creciendo a medida que él ascendía de rango.
El resto del cuaderno decía ya bien poca cosa, a no ser unas referencias geográficas, anotadas en las últimas páginas, y una tabla de equivalencias del valor entre monedas francesas, inglesas y españolas.
-Hombre ordenado -observó el doctor-. No era de los que se dejan engañar.
-Y ahora -dijo el squire- pasemos a la otra cosa.
El sobre estaba lacrado en varios puntos y sellado sirviéndose de un dedal, quizá el mismo que yo había encontrado en el bolsillo del capitán. El doctor abrió los sellos con gran cuidado y ante nosotros apareció el mapa de una isla, con precisa indicación de su latitud y longitud, profundidades, nombres de sus colinas, bahías y estuarios, y todos los detalles precisos para que una nave arribase a seguro fondeadero. Medía unas nueve millas de largo por cinco de ancho, y semejaba, o así lo parecía, un grueso dragón rampante. Tenía dos puertos bien abrigados, y en la parte central, un monte llamado «El Catalejo». Se veían algunos añadidos realizados sobre el dibujo original; pero el que más nos interesó eran tres cruces hechas con tinta roja: dos en el norte de la isla y una en el suroeste, y junto a esta última, escritas con la misma tinta y con fina letra, muy distinta de la torpe escritura del capitán, estas palabras: «Aquí está el tesoro».
En el reverso y de la misma letra aparecían los siguientes datos:
«Árbol alto, lomo del Catalejo, demorando una cuarta al N. del N.N.E.
Isla del Esqueleto E.S.E. y una cuarta al E. Diez pies.