domingo, 10 de octubre de 2010

El Proceso de Lectura

EL PROCESO DE LECTURA
I. Antes de empezar a leer

1. Plantéate cuál es el propósito de tu lectura: determina si lees para encontrar información específica o general, si lees para realizar una tarea, si lees para demostrar que comprendiste o si lees para comprender y aprender.
2. Sé consecuente con tu propósito y diseña estrategias de lectura que te permitan alcanzarlo.
2.1. Posibles estrategias previas a la lectura:
a. Recuerda lo que sabes del tema de la lectura y si no sabes nada recuerda al menos algunos elementos propios de la superestructura del texto: si es un texto expositivo, argumentativo, narrativo, lírico, periodístico, etc., trata de recordar cómo son en general estos textos.
b. A partir de tus conocimientos previos haz algunas anticipaciones-predicciones sobre lo que pueda tratarse en la lectura.
c. Formúlate algunas preguntas sobre el tema y el texto: ¿qué sé del autor?, ¿para quién se escribió el texto?, ¿en qué contexto se escribió o se divulgó?
d. Si es posible y está a tu alcance realiza una brevísima investigación sobre el tema y el autor antes de iniciar la lectura.

II. Durante la lectura
1. Monitorea constantemente tu propio proceso de lectura, es decir, recuerda constantemente para qué lees y cómo decidiste hacerlo.
2. Determina las partes relevantes del texto. Son relevantes aquellas ideas que desarrollan el tema del texto y que pueden formar grupos o conjuntos. No siempre una idea principal de un párrafo es una idea relevante del texto. “Idea relevante” es lo mismo que idea significativa: la que se conecta con el tema y con otras ideas.
3. Identifica las palabras e ideas claves, es decir, aquellas palabras o ideas que se repiten de la misma manera o con sinónimos. Reconocer estas ideas permite comprobar algunas anticipaciones o desecharlas.
4. Subraye las palabras e ideas claves y significativas.
5. Si está a su alcance y se lo permiten, use diccionarios y enciclopedias para desentrañar los datos o palabras desconocidos.
6. Tome nota de las ideas significativas.

OJO: LAS PARTES I Y II DEL PROCESO SON RECURSIVAS, ES DECIR, SE PUEDEN Y HASTA SE DEBEN APLICAR VARIAS VECES EN VARIAS LECTURAS DEL MISMO TEXTO.

III. Después de la lectura
1. Realiza un esquema, mapa de ideas u organizador gráfico del texto.
2. Realiza un resumen del texto.
3. Relaciona el texto con otros textos o con situaciones concretas (imágenes, historias, películas, procesos…)
4. Lee entre líneas: realiza inferencias y suposiciones a partir de lo que se plantea en el texto.

viernes, 8 de octubre de 2010

MATERIALES DE LECTURA 5° AÑO. LAPSO I

OBSERVACIONES SOBRE ORTOGRAFÍA, GRAMÁTICA Y REDACCIÓN
I. Palabras frecuentemente mal escritas: el asterisco indica casos especiales que se explican en el apartado II (AQUÍ ESTÁN BIEN ESCRITAS).

1. A través
2. Absceso
3. Absolver
4. Absorber
5. Adhesión
6. Adonde*
7. Agüero
8. Alrededor
9. Ambigüedad
10. Ampolla
11. Argüir
12. Armonía/ harmonía
13. Ascensión
14. Así
15. Asimismo/ así mismo
16. A sí mismo
17. Cenit/zenit
18. Chantaje
19. Cinc/zinc
20. Coaccionar
21. Con qué*
22. Conciencia/consciencia
23. Contrición
24. Consciente
25. Consola
26. Cónyuge
27. De acuerdo
28. Deber
29. Decisión
30. Delineados
31. De repente
32. Descender
33. Desahuciar
34. Deshecho*
35. Deshonroso
36. Digresión
37. Disposición
38. Echo *
39. Eclecticismo
40. Efervescente
41. Elegía
42. En seguida
43. Entretanto*
44. Escasez
45. Escena
46. Escepticismo
47. Escisión
48. Esencia
49. Espectáculo
50. Espectador
51. Estereotipado
52. Exagera
53. Exaltación
54. Excelente
55. Excéntrico
56. Excepción
57. Excepto
58. Exceso
59. Excitar
60. Excursión
61. Excusa
62. Execrable
63. Exento
64. Exhibición
65. Exhortación
66. Expectación
67. Expectativa
68. Exuberante
69. Fortísimo
70. Garaje
71. Gira
72. Hábil
73. Habilidad
74. Hacinamiento
75. Halla*
76. Hesitación
77. Hincapié
78. Idiosincrasia
79. Imprecisión
80. Imprescindible
81. Inauguración
82. Incidental
83. Incineración
84. Inciso
85. Inconsciente
86. Injerencia
87. Ingerir
88. Intervalo
89. Majestad
90. Monstruo
91. Perenne
92. Persignarse
93. Por qué*
94. Posición
95. Precisión
96. Prescindir
97. Procesión
98. Rebelarse
99. Reflexión
100. Rehabilitación
101. Reprobar
102. Revelar
103. Ribera (costa)
104. Seducción
105. Sepelio
106. Sino *
107. Sin embargo
108. Sobretodo*
109. Sugiere
110. Tal vez


II. Casos especiales
1. Adonde, a donde, adónde
a. ¿Adónde se dirige el país?
b. Desconocemos adónde va.
c. La ciudad adonde vamos ha sido bombardeada.
d. Iremos a donde ustedes decidan.
2. Con qué, con que, con que
a. Se arregló la situación, con que ahora todo irá mejor.
b. Esa es el arma con que dispararon al taxista.
c. No sé con qué intención lo hizo.
d. ¿Con qué cuentas para resolver tus problemas?
3. Deshecho, desecho
a. Se acumulan desechos tóxicos.
b. He quedado deshecho de tanto ejercitarme.
4. Echo, hecho
a. Aquél fue un hecho asombroso.
b. Lo que he hecho hoy no lo repetiré.
c. Si sigues así, te echo.
5. Entretanto, entre tanto
a. María comía. Entretanto, su esposo se bañaba.
b. No encuentro nada entre tanto desorden.
6. Halla, haya, aya, allá
a. Me recosté sobre un haya.
b. Siempre recuerdo a mi aya.
c. No halla la forma de decirlo.
d. Me preocupa que no haya venido.
e. Allá está Joaquín.
7. Por qué, porque, por que, porqué
a. ¿Por qué te portas así?
b. No sé por qué no vino.
c. Lo hago porque quiero.
d. Desconozco los porqués de su actitud.
e. Este es el motivo por que renunció.
8. Sino(que), si no
a. No es eso, sino aquello.
b. No es que no sepa, sino que no estudia.
c. Su sino era vivir en la tristeza.
d. Si no te portas bien, te botan de la casa.

III. Usos de la tilde
1. Reglas generales
a. Llevan tilde todas las palabras esdrújulas y sobreesdrújulas.
b. Llevan tilde todas las palabras graves terminadas en consonante distinta de “n” o “s”.
c. Llevan tilde todas las palabras agudas terminadas en vocal o en “n” o “s”.
d. Las mayúsculas llevan tilde, si así lo requieren por norma. Ej.: África, Álvarez…
e. Los adverbios terminados en el sufijo –mente llevan tilde, si el adjetivo del cual derivan lo llevaba. Esta regla priva sobre las anteriores. Ej.: fácilmente (fácil), lógicamente (lógica), claramente (clara)…
f. Las palabras compuestas por dos vocablos que llevarían tilde si se escribieran solos, conservarán la tilde sólo en la última palabra. Ej.: decimoséptimo (décimo, séptimo)…
2. Tildes diacríticas
a. Por regla general los monosílabos no llevan tilde salvo los que se presentan en el siguiente cuadro
Tomaremos el té. Sustantivo. Te lo dije. Pronombre Personal.
Tú lo sabes bien. Pronombre Personal. Vete a tu casa. Adjetivo Posesivo.
Él es un buen hombre. Pronombre Personal. El perro está viejo. Artículo.
Sí, debo hacerlo. Cayó sobre sí mismo. Adverbio de Afirmación o Pronombre Personal (Variante Pronominal). Si viene tu padre, dile que salí un momento. Conjunción Condicional.
Quiere que le dé mi teléfono. El es de Madrid.
No sé mucho de eso. ¡Sé un buen hombre! Verbo. Se miraron a los ojos. Pronombre Personal.
No sé qué sucede. ¿Qué tienes? Pronombre Interrogativo Quiero que vengas. El carro que ves es mío. Conjunción Anunciativa o Pronombre Relativo.

Dime quién eres. ¿Quién te mandó? Pronombre Interrogativo Quien llegue tarde no entra. Pronombre Relativo
No sé cuál es su posición frente a esto. ¿Cuál es tu casa? Pronombre Interrogativo. Corrió cual piloto de carreras. Nexo comparativo.
Me preguntó a mí. Pronombre Personal. Aquel es mi hermano. Adjetivo Posesivo.
Aún no llega la primavera y ya los árboles florecen. Adverbio de Tiempo (equivale a “todavía”). Aun el mejor alumno aplazó la evaluación. Equivale a la preposición “hasta”.
Aquél es el edificio más viejo de la zona. Adverbio de Cantidad. Quiere ir, mas no puede. Conjunción adversativa (equivale a “pero”).
Debes apostar a los números 1, 2,3 ó 20,32 y 34. Sólo lleva tilde en los casos en los que se pueda confundir con el cero (0). No sé si voy o no.

Nota: Los monosílabos “guió”, “guié”, “crió”, “crié”, “rió” y “guión” llevan tilde porque los hablantes perciben un hiato entre las vocales de estas palabras y las pronuncian como bisílabas agudas terminadas en vocal o en “n”.
b. La palabra “sólo” lleva tilde cuando cumple función de adverbio y se puede sustituir por “solamente”. En el caso del adjetivo “solo”, éste nunca lleva tilde. Ej.: Sólo (solamente) vine a llamar por teléfono. Pablo estaba solo (adjetivo) en su casa.
c. Las palabras “cómo”, “cuánto”, “cuándo” y “dónde” sólo llevan tilde cuando funcionan como adverbios interrogativos (directos o indirectos) o como exclamativos. Ej.: No sé cómo lo hizo. ¿Cuánto cuesta eso? Nunca llevan tilde cuando funcionan como relativos o nexo comparativo. Ej.: Es tan alta como tú. Viene cuando le da la gana.
d. Los pronombres demostrativos que deben llevar tilde –si se decide a optar por su uso- son “ésta(s)”, “éste”, “éstos”, “ésa(s)”, “ése”, “ésos”, “aquél”, “aquélla”, “aquéllos” y “aquéllas”. Estos pronombres se pueden reconocer y diferenciar de los adjetivos –que se escriben igual y no llevan tilde- por su posición y su función: pueden sustituirse por un nombre y nunca aparecen modificando a un sustantivo. Ej.: Aquéllos (pronombre demostrativo) vendrán aquí ahora. Aquellos (adjetivo demostrativo) días no volverán.
NOTA: “eso”, “esto” y “aquello” nunca llevan tilde.

IV. Observaciones gramaticales

1. Formación de los plurales: como regla general, los plurales se forman agregando “-s” a las palabras terminadas en vocal y “-es” a las palabras que terminan en consonante o en las vocales tónicas “u” o “i”. Ej.: harenes, tabúes, carros, álbumes, filmes, clubes, especímenes, regímenes, fraques…Existe la posibilidad –frente a la regla anterior- de palabras con dos plurales: esquís o esquíes, bisturís o bisturíes…Algunos plurales interesantes: a)el plural de las vocales es “aes”, “es”, ”íes”, “oes” y “úes”; b) el plural de cualquiera es “cualesquiera”; c) los sustantivos terminados en “x” (tórax, fénix) no tienen plural.

2. Algunos verbos:
a. El verbo “prever” se conjuga igual que el verbo ver. Ej.: prevé, previó, prevés…
b. El verbo “andar” es irregular. Atendiendo a esta particularidad, debe decirse “anduve” y no “andé".
c. El verbo “satisfacer” se conjuga igual que el verbo hacer. Ej.: satisfizo=hizo, satisfice=hice…
d. El verbo “bendecir” se conjuga como “bendecir” en todos los tiempos menos los del futuro. Ej.: bendigo=digo; bendijera=dijera; bendijiste=dijiste; pero bendecirás y no bendirás; bendeciré y no bendiré.
e. Debe cuidarse la escritura y la pronunciación del verbo “golpear”, pues algunos hablantes tienden a decir y escribir golpió en vez de golpeó, o golpié en vez de golpeé, etc.
f. El verbo “proveer” es un verbo irregular. Atendiendo a esta particularidad, debe decirse “proveyó”, “proveíste”…
g. El verbo “soldar” se conjuga igual que el verbo “contar”. Ej.: sueldo, soldó…
h. Los verbos “evacuar” “licuar” y “adecuar” se conjugan igual que el verbo “cantar”. Ej.: evacua, adecua, licuen (sin tilde en la “u”).
i. Ningún verbo termina en “-istes”. La terminación del pretérito es “-iste”. Ej.: viniste, dijiste, fuiste…
j. Los verbos recíprocos imperativos de primera persona plural pierden su “-s” final al unirse al sufijo “-nos”. Ej.: encontrémonos y no encontremosnos.
k. El verbo “haber” tiene dos usos: verbo auxiliar y verbo principal. Como verbo auxiliar puede tener plural: hubieran venido, han cantado…Sin embargo, como verbo principal “haber” nunca tiene plural, puesto que no admite sujeto: ha habido muertes espantosas, hubo doce matrimonios en un día, habrá lluvias intensas…

3. Concordancia: la concordancia es la relación de cohesión gramatical que existe entre las partes de una oración.
a. Los complementos indirectos “le” o “les” deben coincidir en número con la persona o nombre a la que hacen referencia. Ej.: Les entregó un libro a los asistentes. Diles no a las drogas.
b. Los complementos directos “lo”, “los”, “la” o “las” deben coincidir en número y género con el nombre o persona al cual hacen referencia. Ej.: Una película excelente: la vimos varias veces. Los ladrones intentaron huir, pero los atraparon a la vuelta de la esquina.
c. El sujeto siempre debe coincidir en número con el verbo. Ej.: Sólo trajeron su almuerzo Luis, Ana y Raquel.
c.1. Se debe cuidar la concordancia en las llamadas oraciones pasivas reflejas (estructura: se+ verbo conjugado+ frase nominal en función de sujeto). Ej.: Se venden estos terrenos. Las tiendas se abrieron temprano.
c.2. No se debe confundir el complemento directo con un sujeto en oraciones impersonales construidas con los verbos “haber”, “hacer”, “llover”, “tronar”, “nevar” o con el pronombre “se”. Ej.: Hubo varios huracanes. Hace unos calores espantosos. Llovió copiosamente. Se recibió a los embajadores.
d. El adjetivo debe coincidir en género y número con el sustantivo al que califica o determina. Sin embargo, un adjetivo puede referirse a dos sustantivos y en este caso iría en plural. Si los sustantivos son de distinto género, el adjetivo se escribirá en masculino plural. Ej.: Tengo un padre y una madre buenos.
e. Los artículos deben coincidir en género y número con el adjetivo al que modifican. Ej.: La niña…, los hombres…Sin embargo, en el caso de los sustantivos femeninos iniciados con “a-” tónica el artículo singular irá en masculino. Ej.: el agua…un hacha…el aula… el águila…Aunque el adjetivo puede ir en femenino: un agua clara…el águila calva…
f. Por regla general, los pronombres relativos “que”, “quien” y “cual” deben coincidir en género y número con su antecedente. En el caso del adjetivo relativo “cuyo” éste debe coincidir en género y número con el sustantivo al cual modifica. Ej.: Los hombres de mar, quienes habían llegado ya a casa, sentían la necesidad de volver a navegar. Las jóvenes, las cuales fueron ofendidas, demandaron. Los retos a los que me enfrento son muchos. Los países cuyas costas limitan con el Mar Caribe son muy coloridos.

4. Vicios y dificultades en el uso del régimen preposicional:
a. De queísmo: consiste en el uso inadecuado de la preposición “de” + el pronombre “que”. Ej.: Dijo de que venía (lo correcto sería “dijo que venía”). Una manera de detectar el error consiste en convertir la frase en una pregunta y verificar si preguntaríamos ¿qué? o ¿de qué? En el ejemplo, podríamos preguntar ¿qué dijo? y no ¿de qué dijo? Un error muy común es tratar de evitar caer en el error abandonando el uso de la construcción “de + que”. Sin embargo, por este camino se cae en otro error llamado “queísmo”, puesto que hay verbos que siempre necesitan de esta construcción para funcionar. Así, por ejemplo, “habló de que…”, “se dio cuenta de que…”, etc.
b. “Acordarse de”: no debe confundirse esta construcción con la del verbo recordar. Este último nunca lleva preposición: es un error decir “me recordé de ti” (lo correcto sería “te recordé” o “me acordé de ti”).
c. Sobre la preposición “a”: se usa siempre cuando el complemento directo de un verbo es una persona o cosa personificada. Ej.: Vi a Ana. Algunos errores comunes se encuentran en construcciones como “un buque a vapor” (lo correcto es “de vapor”) o “a la mayor brevedad posible” (lo correcto es “con la mayor brevedad posible”) o “tareas a realizar”, “partidos a jugar” (lo correcto sería “tareas que hay que realizar”,”partidos que hay que jugar”).
d. Sobre la preposición “de”: algunos vicios comunes se encuentran en expresiones como “paso de peatones” (lo correcto sería “paso para peatones”) y en construcciones “queístas” como “se olvidó que tenía que ir” (lo correcto sería “se olvidó de que tenía que ir).
e. Hay que tener cuidado con la preposición “en” puesto que uno –normalmente- se sienta “a la mesa” y no “en la mesa”.
f. Sobre la preposición “para”: algunos vicios comunes se encuentran en expresiones en las que sustituye de manera ilógica a la preposición “contra”. Ej.: veneno para ratas o pastillas para el dolor o jarabe para la tos (en todos estos casos lo correcto sería decir “contra” “las ratas” o “el dolor” o “la tos”).
g. “Entrevistarse con”: esto es lo correcto y no “entrevistar a”, puesto que la entrevista es una acción recíproca que uno ejecuta “con” y no “a” otra persona. Sin embargo, la RAE acepta el uso del verbo “entrevistar”. Algo parecido a esto sucede con el verbo “desayunar” (aunque etimológicamente significa “quitar el ayuno” y debería ser recíproco –desayunarse con- el uso de los hablantes forzó su adaptación como verbo activo).
h. “Deber de” y “deber”: el primero de estos verbos, el que está acompañado por la preposición “de”, indica posibilidad; el segundo, indica obligación. Así, una frase como “debe de venir” equivale a decir que quizá (posiblemente) venga; sin embargo, si cambiamos un poco y decimos “debe venir” estamos afirmando la obligación de que esta persona venga.

5. Usos del gerundio: los verbos en gerundio (terminados en “-ando” “-endo”) expresan modo o temporalidad. En el primer caso deben funcionar como complemento de modo de un verbo: “Llegó corriendo”. En el segundo caso, el verbo en gerundio conforma una oración subordinada que encierra una acción anterior o simultánea a otra expresada en una oración de la cual depende: “Viendo su rostro, descubrió la mentira”. En este último caso, la acción expresada por el gerundio no debe expresar posterioridad.

V. Sobre la coherencia: la coherencia es la relación lógica entre las ideas, significados y partes de un texto.
a. Los tiempos verbales deben concordar de tal forma que las acciones que se presenten se ajusten al llamado orden cronológico. No tienen sentido secuencias de ideas/acciones como ésta: “Lo escuchó y lo entendería”.
b. Se deben evitar los cambios abruptos en el sujeto. Se vuelven absolutamente incomprensibles oraciones como ésta: “Lo vio, pero no la entendió”.
c. Se debe cuidar el uso de los adverbios relativos “cuando” y “donde” e indicar con ellos tiempo y espacio respectivamente. Es común encontrar errores como “Aquél fue un año donde todo salió mal” (lo correcto sería “aquél fue un año cuando todo salió mal”).
d. Se debe evitar la inclusión dentro de una oración de los incisos explicativos que, por su extensión y complejidad conceptual o semántica, deberían ocupar una oración aparte.
e. Se debe cuidar el uso de los signos de puntuación para lograr que el receptor del mensaje logre captar exactamente lo que queremos decir.
f. Se debe tratar de conservar, en la medida de las posibilidades, el orden lógico de las partes de la oración y de la frase. El orden lógico o sintaxis de las partes de una oración es sujeto, verbo, complemento directo, complemento indirecto y complementos circunstanciales, ej.: Yo envié una carta a mis padres ayer. Sin embargo, este orden puede cambiar, pero siempre manteniendo criterios de proximidad entre las palabras y sus modificadores. No tienen sentido –evidentemente- frases como “la fue noche ayer clara” puesto que los núcleos de las frases (noche y clara) están separados de sus modificadores. Lo correcto sería “la noche fue clara ayer”.
g. Se debe hacer un uso adecuado de los nexos oracionales y conectores. Estos deben servir para darle fuerza a la relación que existe entre las ideas-oraciones de un texto. La tabla siguiente recoge los relacionantes más comunes y cuál es su uso:

*Tipo de Relación....... Conectores
*Causa-consecuencia..... Porque, si…entonces…, por lo tanto, por consiguiente, en consecuencia…
*Reformulación o adición...... Asimismo, de la misma manera, o sea, también, es decir, y…
*Ejemplificación....... Por ejemplo, verbi gratia…
*Concesión...... A pesar de…, aunque…
*Oposición...... Pero, sin embargo, ahora bien…
*Localización o temporalidad...Junto a…, al lado, por otra parte, mientras, luego…
*Comparación.... Tal, cual, como…
*Cierre o conclusión.... Finalmente, en definitiva, para concluir, para cerrar…

h. Son problemas de coherencia los que se originan por construcciones oracionales defectuosas o mal formuladas
• por elisión del sujeto en un contexto en el que es imposible reconocerlo.
• por la ausencia del verbo principal.
• por descuido -el alumno olvidó escribir parte de la información.
• por el uso de un pronombre que hace referencia a un antecedente inexistente, indescifrable o muy lejano. Ej.: María conoció a Ana cuando visitó a Luisa en su casa. Ésta era francamente preciosa y subyugaba con su presencia. (No es posible saber quién o qué era francamente preciosa).
• por ruptura de subordinación (coloca punto entre la oración subordinada y la oración principal). Ej.: El hombre sabe qué hace. Qué dice. (lo correcto sería “el hombre sabe qué hace y qué dice).
• por falla en la construcción de un periodo (tanto…; que…; más…que; por una parte…, por la otra…). Ej.: Por un lado iba Joaquín, pero lo de Pedro era otra cosa. (la lógica de la oración pide que esta construcción termine con… “por el otro, Pedro”…).

VI. Sobre las deficiencias en el vocabulario
1. “Cosismo” y “alguismo”: simplemente son dos vicios del uso del vocabulario y consisten en sustituir cualquier nombre o idea por las palabras “cosa” o “algo”. Ej.: La sicología es algo complejo (en lugar de “algo” lo correcto sería decir “ciencia”). Las cosas de la historia son difíciles de recordar (lo correcto sería “los hechos de la historia”). Este tipo de error impide que el lector entienda qué se le quiere decir, puesto que no es capaz de leer mentes para saber qué significan estas “palabras mágicas” en distintos contextos.
2. Otra falla frecuente, relacionada con el uso del vocabulario, consiste en redundar en un concepto o significado al agregar información supuestamente destinada a aclarar el sentido. Algunos ejemplos de redundancias son “una jauría de perros”, “lapso de tiempo”, “hemorragia de sangre”, “prever de antemano”, “mendrugo de pan”, “iré caminando con mis propios pies”, “ lo vi con mis ojos”, “tiritaba de frío”, “la línea del horizonte”, “regimiento de soldados”, “constelación de estrellas”…
3. Algunas fallas frecuentes en el uso del vocabulario se dan por confusión entre palabras que poseen sonidos parecidos:
3.1. Abertura-apertura: el acto de apertura es distinto de la abertura en la pared. A propósito de esto, cabe recordar que no es correcto –por más que lo usen en los bancos- el verbo “aperturar”: lo correcto es abrir.
3.2. Abocar-avocar: avocar es un término jurídico y significa solicitar. Por su parte, abocar significa aproximarse. Ej.: nos abocaremos a este asunto ya.
3.3. Accesible-asequible: el primero de los términos significa “de fácil acceso”; el segundo, “que se puede conseguir o adquirir fácilmente”.
3.4. Adición-adicción.
3.5. Adolecer-adolescente: adolecer significa “sufrir o padecer” y nada tiene que ver con las carencias de la adolescencia.
3.6. Ahí-ay-hay
3.7. Aprender-aprehender: el primero de los términos tiene que ver con la adquisición de conocimientos o experiencias; el segundo, es sinónimo de atrapar.
3.8. A ver-haber.
3.9. Aversión-adverso: aversión es sinónimo de desagrado; mientras que adverso es aquello que nos confronta o enfrenta.
3.10. Basto-vasto: el primero de los vocablos significa “burdo” o “vulgar”; el segundo, “amplio”.
3.11. Calló-cayó.
3.12. Devastar-desbastar: destruir. Quitar lo burdo.
3.13. Espiar-expiar: la primera de las palabras tiene que ver con ejercer el espionaje; la segunda, se usa sobre todo con el sentido de “pagar o sufrir por nuestras culpas”.
3.14. Flagrante-fragante: flagrante es algo evidente y a la vista de todos; fragante es lo que despide fragancia.
3.15. Espirar-expirar: soltar el aliento, exhalar. Vencerse, morir.
3.16. Grabar-gravar: imprimir imágenes, audio…en una superficie o medio preparado para este fin. Tasar impuestos.
3.17. Infringir-infligir: violar una ley. Hacer daño.
3.18. Incipiente-insipiente: que se inicia. Que no sabe.
3.19. Libido-lívido: deseo sexual. Pálido o amoratado.
3.20. Nobel-novel: premio, y apellido de Alfred Nobel. Nuevo, que se inicia en una tarea u oficio.
3.21. Perjuicio-prejuicio: daño. Criterio preconcebido.
4. Otra falla común en el uso del vocabulario es el uso de expresiones de carácter oral en la escritura de textos argumentativos o explicativos. Escribir no es hablar.

SOBRE LA PUNTUACIÓN
Es mucho lo que se ha escrito en torno al uso y desuso de los signos de puntuación. En todo caso, los expertos en la materia coinciden en que los signos de puntuación no son otra cosa que un complemento de la escritura. Estos signos complementarios funcionan dentro del texto de la misma manera en que operan las señales de tránsito: guían y estructuran el camino para que –en este caso- el lector pueda transitar por el escrito sin tropiezos. Recuérdese que el mensaje escrito –a diferencia del que se trasmite oralmente- carece de gestos, inflexiones de voz, contexto de enunciación, etc., y que estas carencias deben ser suplidas por unos signos que permitan reconstruir dentro del texto los elementos no lingüísticos propios de cualquier comunicación oral. Así pues, cuando se habla de los signos de puntuación como “complementos” de la escritura no se dice poca cosa; sin estos signos el mensaje de un escritor podría convertirse en algo poco menos que ininteligible.
Ahora bien, aunque los signos de puntuación ayudan a la estructuración del pensamiento por escrito y podría pensarse que su uso es –como el pensamiento- más o menos arbitrario, hay que tener claro que existen algunas reglas o principios elementales que permiten guiar al escritor novel –y es que en nombre de la libertad de pensamiento hay quien llega a ser tan libre que sólo se entiende a sí mismo. Al momento de puntuar un texto se debe tener en cuenta un principio elemental de la gramática: UN SIGNO DE PUNTUACIÓN NO DEBE ROMPER LA RELACIÓN ENTRE UNA PALABRA Y SUS MODIFICADORES O COMPLEMENTOS. Al decir esto nos referimos al hecho de que las palabras forman entre sí sintagmas (nominales, preposicionales, adverbiales, adjetivos, verbales) y que la propia noción de sintagma sugiere la idea de un conjunto de palabras indivisibles. Así, por ejemplo, no puede mediar signo de puntuación alguno entre las palabras de los siguientes sintagmas: 1° La luna llena de Barlovento (sintagma nominal); 2° verde de miedo (sintagma adjetivo); 3° de los mejores años de mi vida (sintagma preposicional); 4° muy tarde (sintagma adverbial); 5° Aquellos hombres tenían el poder que les otorgaba su jerarquía (subrayado: sintagma verbal). En ninguno de los casos anteriores es posible romper la secuencia sintáctica colocando un signo de puntuación; esto equivaldría a recortar la idea.

Explicado lo anterior, las notas que siguen no hacen más que repetir con algunas variantes lo que sobre cada uno de los signos de puntuación se ha dicho en no pocos libros y manuales. Aquí nos referiremos al uso de los siguientes signos: 1° el punto, 2° la coma, 3° el punto y coma, 4° los paréntesis y guiones, 5° los signos de admiración y exclamación, 6° los puntos suspensivos, 7° los dos puntos, y 8° las comillas.

El Punto:
El punto puede ser punto y seguido, punto y aparte, y punto final. De estos tres tipos de puntos nos interesa explicar sólo el punto y seguido. La regla es la que sigue: SE USA PUNTO Y SEGUIDO PARA SEPARAR IDEAS-ORACIONES QUE SE ENCUENTRAN COMPLETAS Y QUE POSEEN UNA RELACIÓN TEMÁTICA. Es decir, es necesario que la frase tenga características de oración (normalmente: sujeto-verbo-predicado); que, además, en ella se exprese una idea completa e independiente; y, por último, es necesario que la idea tenga relación con la idea anterior o con la idea central del párrafo en el que se encuentra inserta.

Ejemplo: Me gusta Marta. Ella vive cerca de mi casa. Claro, esto no es lo más importante; lo fundamental es su belleza.
Comentario:
NÓTESE COMO CADA UNA DE LAS ORACIONES QUE COMPONEN ESTE BREVE PÁRRAFO MANTIENE UNA UNIDAD TEMÁTICA Y AL MISMO TIEMPO ES IDEPENDIENTE. PARA RECONOCER O PROBAR LA UNIDAD TEMÁTICA DE LAS ORACIONES BASTA CON OBSERVAR CÓMO LOS PRONOMBRES LE DAN PROGRESIÓN Y COHERENCIA A CADA UNA DE LAS FRASES. EN LA SEGUNDA ORACIÓN, EL PRONOMBRE “ELLA” EN LAZA CON EL SUJETO DE LA ORACIÓN ANTERIOR “MARTA”; EN LA SEGUNDA ORACIÓN, EL PRONOMBRE “ESTO” ENLAZA LA IDEA ANTERIOR CON LO QUE SIGUE; AL MISMO TIEMPO, LA ÚLTIMA DE LAS ORACIONES SIGUE LA IDEA CENTRAL DEL TEXTO “ME GUSTA MARTA”, YA QUE AFIRMA UNA DE LAS RAZONES POR LAS CUALES MARTA ES QUERIDA: SU BELLEZA.
SIN EMBARGO, A PESAR DE QUE CADA ORACIÓN COMPARTE UN NÚCLEO TEMÁTICO, NÓTESE QUE CADA UNA DE ELLAS, AISLADA DE LA OTRA, TAMBIÉN CONTIENE UN MENSAJE COMPLETO E INDEPENDIENTE, ASÍ COMO UNA ESTRUCTURA GRAMATICAL ACABADA.

Un parágrafo aparte merece la explicación de las llamadas frases nominales y las interjecciones. En el primer caso se trata de frases que no poseen verbo, pero que dentro de un contexto comunicacional determinado trasmiten una idea completa. Ellas también se separan con punto. Ej.: ¿Vas a ir María? Sí. En el caso de las interjecciones, estas pueden separarse con punto, pues se supone que el mensaje que trasmiten es equivalente a una oración. Ej.: ¡Ay! Esta frase equivale, según el contexto, a una oración como “Me duele”.

La Coma:
Es este signo el más utilizado. Las reglas que rigen su uso son múltiples, lo que hace que también los errores que se cometen al usarlo sean variados.

Un principio orientador básico para el uso de la coma sería el siguiente: CUALQUIER ELEMENTO EXTRAORACIONAL DEBE SEPARARSE CON COMAS. Es decir, cualquier palabra o grupo de palabras que dentro de una oración no cumpla ninguna función en relación con el verbo, debe ser aislada con comas.

Casos:

a. María, yo desearía que esto no hubiera pasado.
Comentario:
EN ESTE PRIMER CASO SE USA LA COMA PARA SEPARAR EL VOCATIVO DEL RESTO DE LA ORACIÓN. UN ANÁLISIS MÍNIMO BASTARÍA PARA DARSE CUENTA DE QUE ESTE ELEMENTO ES UNA ESTRUCTURA EXTRAORACIONAL. SI DESGLOSAMOS LA ORACIÓN EN SUS COMPONENTE (SUJETO Y COMPLEMENTOS), OBTENDREMOS QUE EL SUJETO ES “YO” Y EL COMPLEMENTO U OBJETO DIRECTO ES LA CLÁUSULA SUBORDINADA “QUE ESTO NO HUBIERA PASADO”. SIENDO ASÍ, NOS DAMOS CUENTA DE QUE LA PALABRA “MARÍA” NO MANTIENE RELACIÓN CON EL VERBO, SINO QUE MÁS BIEN FUNCIONA COMO UN LLAMADO DE ATENCIÓN DENTRO DE LA SITUACIÓN COMUNICATIVA EN LA QUE SE FORMULA ESTE MENSAJE.

b. No lo sé, es decir, no quiero saberlo.
Comentario:
EN ESTE SEGUNDO CASO SE USA LA COMA PARA SEPARAR EL CONECTOR O RELACIONANTE DEL RESTO DE LA ORACIÓN. LOS CONECTORES O RELACIONANTES NO SON ESTRUCTURAS QUE RESPONDAN AL DOMINIO QUE TIENE EL VERBO SOBRE LAS OTRAS PARTES DE LA ORACIÓN. ELLOS FUNCIONAN COMO NEXOS ENTRE LAS IDEAS DE DOS ORACIONES CONSECUTIVAS Y DAN UNA IDEA AL LECTOR DE LA RELACIÓN QUE MANTIENEN ESTAS ORACIONES.

c. Bien, hazlo así.
Comentario:
ESTE TERCER CASO ES EL DE UN ADVERBIO QUE MODIFICA TODO EL MENSAJE DE LA ORACIÓN. SIN EMBARGO, ESTA PALABRA NO RESPONDE AL DOMINIO DEL VERBO, DE ALLÍ QUE TAMBIÉN SE LE CONSIDERE UN ELEMENTO EXTRAORACIONAL.

Un segundo principio que permite discriminar cuándo usar o no la coma es el siguiente: SE USA COMA PARA SEPARAR LOS TÉRMINOS DE UNA SERIE CUANDO ESTOS PERTENECEN A LA MISMA CATEGORÍA GRAMATICAL.

Ej.: Vinieron todos: Ana, Luis y Sofía.
Comentario:
NÓTESE QUE TODOS LOS ELEMENTOS DE LA SERIE SON HOMÓLOGOS, ES DECIR, TODOS PERTENECEN A UNA MISMA CATEGORÍA GRAMATICAL. ADEMÁS DE ESTO, NÓTESE TAMBIÉN QUE EL ÚLTIMO TÉRMINO DE LA SERIE SE SEPARA CON CONJUNCIÓN Y NO SE LE ANTEPONE COMA.
CASOS ESPECIALES, QUE PERMITEN LA RUPTURA DE ESTA REGLA, SE ENCUENTRAN EN EL LENGUAJE LITERARIO. SE TRATARÍA DEL USO DE RECURSOS RETÓRICOS, ESPECIALMENTE, EL ASÍNDETON Y EL POLISÍNDETON.

También es recomendable usar coma PARA SEPARAR LAS ORACIONES SUBORDINADAS ADJETIVAS EXPLICATIVAS Y ADVERBIALES, Y LAS ORACIONES COORDINADAS. Esto aplica sobre todo cuando las oraciones son extensas. La razón es que, al delimitar las oraciones, se facilitan el ritmo de lectura y la comprensión del escrito.

Casos:
a. Vinieron todos, pero llegaron tarde.
b. Juan y Ana se encontraron con Luis y Diana, y María se contentó mucho al saberlo.
c. Lo mejor es organizar la vida desde temprana edad, porque así será mucho más fácil vivir la adultez.
d. Aunque no estudia, siempre aprueba.
e. A pesar de todo, no lo hizo tan mal.
f. Si te portas bien, te premiaré.
g. Cuando cae la noche, sentimos miedo.
h. La muchacha, quien acostumbraba escribir desde la infancia, decidió estudiar Letras.
i. El plantel, que en otros tiempos gozó de mucha fama, había bajado el nivel de exigencia.
Comentario:
EN LOS CASOS EXPUESTOS EN LOS LITERALES A, B Y C, NÓTESE CÓMO LA COMA SE UTILIZA PARA SEPARAR ORACIONES COORDINADAS. OTRA MANERA DE ENTENDER EL USO DE LA COMA EN ESTOS MISMOS CASOS CONSISTE EN PENSAR CADA UNO DE LOS PERIODOS ORACIONALES QUE SIGUEN A LA COMA COMO SIFUERAN ACLARACIONES O ACOTACIONES DE LA IDEA EXPRESADA EN LA PRIMERA ORACIÓN.
EN EL CASO DE LOS LITERALES D AL G SE TRATA DE ORACIONES SUBORDINADAS ADVERBIALES CONCESIVAS (D YE), CONDICIONAL (F) Y TEMPORAL (G). TAMBIÉN, DE ACUERDO A LA GRAMÁTICA QUE SE MANEJE, ES POSIBLE INCLUIR DENTRO DE LA CATEGORÍA DE SUBORDINADA ADVERBIAL EL CASO EXPRESADO EN LA LETRA C –SE TRATARÍA DE UNA SUBORDINADA ADVERBIAL DE CAUSA.
LOS LITERALES “H” E “I” CONTIENEN CASOS DE ORACIONES ADJETIVAS EXPLICATIVAS. EN ESTOS CASOS SE TRATA TAMBIÉN DE EXPRESIONES ACLARATORIAS O INCISOS QUE –COMO SE VERÁ- DEBEN SER SEPARADOS POR COMAS.

Sin embargo, y frente a estos usos, se encuentran casos en los que colocar comas parce francamente ilógico. Como la regla en este caso parece tan flexible, vale la pena colocar algunos ejemplos de uso y desuso de la coma.
Ejemplos:
a. No quiso hablar más para que su auditorio no se confundiera. (ORACIÓN SUBORDINADA ADVERBIAL FINAL- NO SE EMPLEÓ COMA).
b. Con el fin de mantener el orden, el profesor recordó algunas normas a sus alumnos. (ORACIÓN SUBORDINADA ADVERBIAL FINAL- SE USÓ COMA AL ANTPONÉRSELE LA ORACIÓN SUBORDINADA AL SUJETO DE LA ORACIÓN PRINCIPAL).
c. Ana Julia es tan alta como Paola. (NO SE USA COMA PARA SEPARAR LOS TÉRMINOS DE ESTA SUBORDINADA DE COMPARACIÓN)
d. No quiso hacerlo y no lo hizo. (NO SE USÓ COMA PARA SEPARAR LAS ORACIONES COORDINADAS COPULATIVAS, PORQUE LAS ORACIONES SON BREVES Y NO HAY POSIBILIDAD DE CONFUSIÓN EN LA LECTURA)
e. La carta, donde se expresaba su última voluntad, dejó sorprendidos a sus deudos. (SE USAN COMAS PARA SEPARAR LA SUBORDINADA ADJETIVA EXPLICATIVA. SIN EMBARGO, PODRÍAN NO USARSE, AUNQUE CAMBIARÍA EL SENTIDO DE LA FRASE).


Por otra parte, también se usa coma para MARCAR LA ELIPSIS DE ALGUNA PALABRA EN UNA ORACIÓN, SIEMPRE Y CUANDO ESTA PALABRA PUEDA SER SOBREENTENDIDA POR EL LECTOR GRACIAS AL CONTEXTO ORACIONAL.

Ej.: Ella es bióloga; él, abogado.
Comentario:
ES EVIDENTE QUE EN EL CASO ANTERIOR EL LECTOR PUEDE DARSE CUENTA DE QUE LA COMA SUSTITUYE AL VERBO (ES).

Por último, es recomendable usar comas para SEPARAR LOS INCISOS O ACLARACIONES QUE, CONTRA LA REGLA GENERAL, PODRÍAN QUEBRAR LA RELACIÓN ENTRE LAS PARTES DE UN SINTAGMA.

Casos:
a. La literatura, en especial la latinoamericana, es muy rica.
b. Juan Pablo, el alumno de la UCAB, no hace sino estudiar.
Comentario:
EN LOS DOS CASOS PRESENTADOS LA INFORMACIÓN QUE ESTÁ ENTRE COMAS NO ES MÁS QUE UNA ACLARACIÓN DE LA INFORMACIÓN QUE SE DA EN LA ORACIÓN. DE HECHO, PODRÍA DEJAR DE LEERSE LO QUE ESTÁ EN EL INCISO Y LA ORACIÓN CONSERVARÍA –SI NO EL MISMO SENTIDO- UN SENTIDO LÓGICO Y COMPLETO.
POR ÚLTIMO, DEBEMOS SEÑALAR QUE EN EL CASO B EL INCISO QUE ALLÍ SE PRESENTA TIENE EL NOMBRE DE MODIFICADOR APÓSITO.


NUNCA SE USARÁ COMA ENTRE SUJETO Y VERBO, A MENOS QUE SU USO SEA EXPLICABLE Y LÓGICO SI SE APLICAN LAS REGLAS ANTERIORES.
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"LA LECTURA BÁRBARA", POR ALEJANDRO ROSSI

La lectura bárbara

Alejandro Rossi

Leer mal un texto es la cosa más fácil del mundo; la condición indispensable es no ser analfabeto. Una vez superada esa etapa, más cívica que intelectual, las posibilidades que se ofrecen para desmantelar, tergiversar e interpretar erróneamente una frase, una página, un ensayo o un libro son, no diré infinitas, pero sí numerosísimas. No pretendo ni agotarlas ni clasificarlas, tareas destinadas a eruditos pacíficos o a hombres seguramente geniales. Me conformo con enumerar algunas variedades exponiéndolas no por su rareza sino por su recurrencia. Nada de cisnes negros o tréboles extraños; más bien perros callejeros que trotan en grupo.
Abundan, por ejemplo, quienes reducen la lectura a la búsqueda nerviosa de la "conclusión", único sitio en el que se detienen, señalándola, por lo general, con algunas rayas victoriosas. La idea subyacente debe ser sin duda la de que todo el resto es un simulacro de argumentaciones y pruebas, una hojarasca inútil sin ninguna conexión con el final. Como su fuésemos las víctimas de un ritual tedioso que obliga a escribir páginas y más páginas antes de llegar a las cinco o seis frases esenciales. por consiguiente, sólo los ingenuos o los primerizos pierden el tiempo leyendo cuidadosamente todas y cada una de las palabras, sólo ellos postulan la quimera de que la conclusión se apoya en alguna otra parte. Almas blancas que deletrean con cuidado, tenerosas de saltarse un renglón. El texto -déjense de cuentos- no es una estructura verbal compleja e interdependiente; es una mera excusa para introducir el parágrafo clave. Imagino que esta visión degradada de la lectura es la propia de quien está forzado a consumir la prosa burocrática, los innumerables informes, los proyectos, las disculpas, las peticiones. En ese remolino de letras quiza no haya otra manera de sobrevivir. Unos más, otros menos, todos hemos remado en esa galera y todos aprendimos a utilizar el famoso lápiz rojo. El desastre sobreviene cuando esos hábitos no son conscientes y actúan sobre un escrito que no se propone pedir un aumento o solicitar un préstamo o esbozar la solución de aquel problema tan espeluznante y tan urgente. Cuando eso sucede, se practica una lectura primitiva e injusta, disfrazada de eficacia y malicia y cuyo resultado es una triste comedia de equivocaciones, sorpresas y altanerías. Lectores mediocres para quienes el universo es una oficina y una página es un oficio.
También extiste el vicio contrario: leer las primeras seis o siete líneas y creerse autorizado a adivinar lo que sigue. Aquí opera de nuevo una imagen complaciente de sí mismo: la de una persona tan avezada en el mundo de las ideas que las primeras dispocisiones tácticas son suficientes para prever todas las etapas sucesivas. Como un matemático que frente a unos axiomas supiera instantáneamente cuáles son los teoremas que pueden derivarse. Esa vanidad, en el fondo, se mezcla con una actitud pasiva y escéptica ante la labor cultural, una actitud que goza la posibilidad de que no haya nada nuevo bajo el sol. Segrega su egoísta y minúscula profecia amparado en la ilusión de que ya ha visto ése y cualquier otro espectáculo.
Muchas veces, sin mebargo, la mala lectura es la consecuencia de la popularidad que alcanzan ciertos géneros. Cada cultura tiene sus preferidos. Entre nosotros se reparten los favores -apenas exagero- el libro de texto y el testimonio. Los dos contribuyen a configurar lo que podríamos llamar la "retórico del texto valioso", la cual codifica las propiedades que debe reunir un trabajo para que sea considerado importante, significativo, comprensible.
El libro de texto, desde el manualito sombrío hasta el vademecum oleoso, se beneficia de la convicción generalizada de que hay que comprender y, sobre todo, aprender rápido. La pedagogía lo redime y lo presenta como un instrumento necesario e indispensable en la lucha por la educación; si agregamos la creencia de que la educación conduce a un estadio superior -sea éste el que fuere-, estaremos a un paso de elevar el libro de texto a los altares ideológicos. Una vez allí, no hay quien lo empañe. Como por definición se dirige a un público ignorante, es natural que sean simples, poco matizados y frecuentemente dogmáticos. Que en ocasiones sea difícil distinguirlos de un catecismo o de un recetario es algo que sólo asustará a los beatos de la cultura. Quien escribe un libro de texto se convierte en un misionero, un hombre que ha entendido que no es el caso -ahora- de cavilar sobre los misterios de la Trinidad. En cuanto al testimonio conviene, naturalmente, que sea político o, por lo menos, sociologizante, con una cierta profusión de palabras sagradas -dependencia, explotación, gorilas, tercer mundo, subdesarrollo, producto nacional bruto, etc.- y que además esté redactado en una forma tal que no quede la menor duda acerca de la indignación del autor. Es imprescindible que sea una denuncia, un alegato. su aparente urgencia puede pasar por una explicación, una tautología por un pensamiento sintético, una generalización vacua por una predicción, una correlación elemental se verá como un ejemplo de dialéctica viva y palpitante, la historia trasnformándose ante nuestros ojos. La relevancia, por otra parte, será mayor si se describe no una calamidad antigua o constante, sino un acontecimiento efímero, pasajero, volátil. Lo que se vio, lo que se escucho, lo que se vivió entr el 14 y el 25 de noviembre o durante la noche fatal del 13 de abril. Libros que, en la mayoría de los casos, magnifican sucesos mínimos, aportan datos triviales, nos quieren imponer conversaciones de sobremesa y ejercen el terrorismo de la espontaneidad. Género híbrido que participa del noticiero cinematográfico, la grabadora y el sermón.
El lector aturdido por esos testigos y educado en esos compendios, se acostumbra a asociar ciertos temas con unos procedimientos estilísticos definidos. Así, los problemas políticos deben tratarse con una prosa didáctica, aséptica e informativa; la virtud suprema es la leteralidad y el único adorno tolerado son las citas de los clásicos, esos beneméritos nunca fueron leídos. La repetición no es un defecto sino una vieja sabiduría del aula. Para evitar confusiones es aconsejable no escribir a secas norteamericano; es mucho más claro decir "los imperalistas norteamericanos". También ayuda cuando se nombra a la unión Soviética, añadir "la patria del socialismo" o "revisionista" al hablar de Trotsky o "lacayo" si el tema es un presidente bananero. El otro tono admitido para las cuestiones políticas es la página violenta, pero siempre que se sujete -esto es lo esencial- a los adjetivos y a las figuras retóricas establecidas. La sátira y la ironía, esas armas tradicionales, suelen estar excluidas del arsenal local porque las confunden con la ambigüedad y la indefinición. Para esos despistados habría que escribir como en un pentagrama, indicando con un garabato los momentos paródicos o los pasajes donde se intenta la burla; y quiza habría que utilizar dos garabatos para hacerles entrar en la cabeza que la "posición" del autor puede expresarse al través de la elección de un verbo, mediante recursos lingüisticos cuyo fin es ridiculizar o desnudar la tesis contraria. Habría que inventar más garabatos aún para recordarles que la estructura de un parágrafo y el tono de la voz son a veces equivalentes a una opinión. Incluso el humorismo es sospechoso y sólo se le reconoce en los dibujos de las tiras cómicas o en sus presentaciones más primarias: la descripción de un banquete donde los ricos llevan monóculo, lucen calvas crueles, cuellos carnosos, mientras las mujeres, no obstante la abundancia de sillas, se empeñan en sentarse sobre las rodillas esos tiburones.
El lenguaje no es la única víctima. La principal es el lector que ha sido adiestrado en el reconocimiento de unas cuantas fórmulas pobretonas y monótonas. Le han enseñado una retórica escuálida que lo separa a la vez de la estética y de la crítica. Un lector que cae en un mar de perplejidades si el ensayo o el libro se apartan un milímetro del sonsonete habitual; un lector, por consiguiente que se escandaliza con demasiada facilidad. Un lector a quien le han cerrado muchas puertas. La lectura bárbara a la que está encadenado es, en definitiva, la reducción del lenguaje a registros mínimos y clasificados. Pero un lenguaje amputado corresponde siempre a un pensamiento trunco.

Tomado de: Alejandro Rossi. Manual del distraído. De Bols!llo. Barcelona 2007. Páginas 125-129.
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"LUVINA", POR JUAN RULFO
[Cuento. Texto completo]

Juan Rulfo
De los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedregoso. Está plagado de esa piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal con ella ni le sacan ningún provecho. Allí la llaman piedra cruda, y la loma que sube hacia Luvina la nombran Cuesta de la Piedra Cruda. El aire y el sol se han encargado de desmenuzarla, de modo que la tierra de por allí es blanca y brillante como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer; aunque esto es un puro decir, porque en Luvina los días son tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra.

...Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo hubieran encañonado en tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar.

-Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.

El hombre aquel que hablaba se quedó callado un rato, mirando hacia afuera.

Hasta ellos llegaba el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los camichines, el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros, y los gritos de los niños jugando en el pequeño espacio iluminado por la luz que salía de la tienda.

Los comejenes entraban y rebotaban contra la lámpara de petróleo, cayendo al suelo con las alas chamuscadas. Y afuera seguía avanzando la noche.

-¡Oye, Camilo, mándanos otras dos cervezas más! -volvió a decir el hombre. Después añadió:

-Otra cosa, señor. Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca. Todo el lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para descansar los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento. Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto...

Los gritos de los niños se acercaron hasta meterse dentro de la tienda. Eso hizo que el hombre se levantara, fuera hacia la puerta y les dijera: “¡Váyanse más lejos! ¡No interrumpan! Sigan jugando, pero sin armar alboroto.”

Luego, dirigiéndose otra vez a la mesa, se sentó y dijo:

-Pues sí, como le estaba diciendo. Allá llueve poco. A mediados de año llegan unas cuantas tormentas que azotan la tierra y la desgarran, dejando nada más el pedregal flotando encima del tepetate. Es bueno ver entonces cómo se arrastran las nubes, cómo andan de un cerro a otro dando tumbos como si fueran vejigas infladas; rebotando y pegando de truenos igual que si se quebraran en el filo de las barrancas. Pero después de diez o doce días se van y no regresan sino al año siguiente, y a veces se da el caso de que no regresen en varios años.

“...Sí, llueve poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que allí llama ‘pasojos de agua’, que no son sino terrones endurecidos como piedras filosas que se clavan en los pies de uno al caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas. Como si así fuera.”

Bebió la cerveza hasta dejar sólo burbujas de espuma en la botella y siguió diciendo:

-Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente como un gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.

“...Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra; pero yo siempre lo que llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo... siempre.

”Pero tómese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita. Tómesela. O tal vez no le guste así tibia como está. Y es que aquí no hay de otra. Yo sé que así sabe mal; que agarra un sabor como a meados de burro. Aquí uno se acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto se consigue. Cuando vaya a Luvina la extrañará. Allí no podrá probar sino un mezcal que ellos hacen con una yerba llamada hojasé, y que a los primeros tragos estará usted dando de volteretas como si lo chacamotearan. Mejor tómese su cerveza. Yo sé lo que le digo.”

Allá afuera seguía oyéndose el batallar del río. El rumor del aire. Los niños jugando. Parecía ser aún temprano, en la noche.

El hombre se había ido a asomar una vez más a la puerta y había vuelto. Ahora venía diciendo:

-Resulta fácil ver las cosas desde aquí, meramente traídas por el recuerdo, donde no tienen parecido ninguno. Pero a mí no me cuesta ningún trabajo seguir hablándole de lo que sé, tratándose de Luvina. Allá viví. Allá dejé la vida... Fui a ese lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo y acabado. Y ahora usted va para allá... Está bien. Me parece recordar el principio. Me pongo en su lugar y pienso... Mire usted, cuando yo llegué por primera vez a Luvina... ¿Pero me permite antes que me tome su cerveza? Veo que usted no le hace caso. Y a mí me sirve de mucho. Me alivia. Siento como si me enjuagara la cabeza con aceite alcanforado... Bueno, le contaba que cuando llegué por primera vez a Luvina, el arriero que nos llevó no quiso dejar siquiera que descansaran las bestias. En cuanto nos puso en el suelo, se dio media vuelta:

“-Yo me vuelvo -nos dijo.

“Espera, ¿no vas a dejar sestear a tus animales? Están muy aporreados.

“-Aquí se fregarían más -nos dijo- mejor me vuelvo.

“Y se fue dejándose caer por la Cuesta de la Piedra Cruda, espoleando sus caballos como si se alejara de algún lugar endemoniado.

“Nosotros, mi mujer y mis tres hijos, nos quedamos allí, parados en la mitad de la plaza, con todos nuestros ajuares en nuestros brazos. En medio de aquel lugar en donde sólo se oía el viento...

“Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos.

“Entonces yo le pregunté a mi mujer:

“-¿En qué país estamos, Agripina?

“Y ella se alzó de hombros.

“-Bueno, si no te importa, ve a buscar dónde comer y dónde pasar la noche. Aquí te aguardamos -le dije.

“Ella agarró al más pequeño de sus hijos y se fue. Pero no regresó.

“Al atardecer, cuando el sol alumbraba sólo las puntas de los cerros, fuimos a buscarla. Anduvimos por los callejones de Luvina, hasta que la encontramos metida en la iglesia: sentada mero en medio de aquella iglesia solitaria, con el niño dormido entre sus piernas.

“-¿Qué haces aquí Agripina?

“-Entré a rezar -nos dijo.

“-¿Para qué? -le pregunté yo.

“Y ella se alzó de hombros.

“Allí no había a quién rezarle. Era un jacalón vacío, sin puertas, nada más con unos socavones abiertos y un techo resquebrajado por donde se colaba el aire como un cedazo.

“-¿Dónde está la fonda?

“-No hay ninguna fonda.

“-¿Y el mesón?

“-No hay ningún mesón

“-¿Viste a alguien? ¿Vive alguien aquí? -le pregunté.

“-Sí, allí enfrente... unas mujeres... Las sigo viendo. Mira, allí tras las rendijas de esa puerta veo brillar los ojos que nos miran... Han estado asomándose para acá... Míralas. Veo las bolas brillantes de su ojos... Pero no tienen qué darnos de comer. Me dijeron sin sacar la cabeza que en este pueblo no había de comer... Entonces entré aquí a rezar, a pedirle a Dios por nosotros.

“-¿Porqué no regresaste allí? Te estuvimos esperando.

“-Entré aquí a rezar. No he terminado todavía.

“-¿Qué país éste, Agripina?

“ Y ella volvió a alzarse de hombros.

“Aquella noche nos acomodamos para dormir en un rincón de la iglesia, detrás del altar desmantelado. Hasta allí llegaba el viento, aunque un poco menos fuerte. Lo estuvimos oyendo pasar encima de nosotros, con sus largos aullidos; lo estuvimos oyendo entrar y salir de los huecos socavones de las puertas; golpeando con sus manos de aire las cruces del viacrucis: unas cruces grandes y duras hechas con palo de mezquite que colgaban de las paredes a todo lo largo de la iglesia, amarradas con alambres que rechinaban a cada sacudida del viento como si fuera un rechinar de dientes.

“Los niños lloraban porque no los dejaba dormir el miedo. Y mi mujer, tratando de retenerlos a todos entre sus brazos. Abrazando su manojo de hijos. Y yo allí, sin saber qué hacer.

“Poco después del amanecer se calmó el viento. Después regresó. Pero hubo un momento en esa madrugada en que todo se quedó tranquilo, como si el cielo se hubiera juntado con la tierra, aplastando los ruidos con su peso... Se oía la respiración de los niños ya descansada. Oía el resuello de mi mujer ahí a mi lado:

“-¿Qué es? -me dijo.

“-¿Qué es qué? -le pregunté.

“-Eso, el ruido ese.

“-Es el silencio. Duérmete. Descansa, aunque sea un poquito, que ya va a amanecer.

“Pero al rato oí yo también. Era como un aletear de murciélagos en la oscuridad, muy cerca de nosotros. De murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo. Me levanté y se oyó el aletear más fuerte, como si la parvada de murciélagos se hubiera espantado y volara hacia los agujeros de las puertas. Entonces caminé de puntitas hacia allá, sintiendo delante de mí aquel murmullo sordo. Me detuve en la puerta y las vi. Vi a todas las mujeres de Luvina con su cántaro al hombro, con el rebozo colgado de su cabeza y sus figuras negras sobre el negro fondo de la noche.

“-¿Qué quieren? -les pregunté- ¿Qué buscan a estas horas?

“ Una de ellas respondió:

“-Vamos por agua.

“Las vi paradas frente a mí, mirándome. Luego, como si fueran sombras, echaron a caminar calle abajo con sus negros cántaros.

“ No, no se me olvidará jamás esa primera noche que pasé en Luvina.

“...¿No cree que esto se merece otro trago? Aunque sea nomás para que se me quite el mal sabor del recuerdo.”


-Me parece que usted me preguntó cuántos años estuve en Luvina, ¿verdad...? La verdad es que no lo sé. Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres me lo enrevesaron; pero debió haber sido una eternidad... Y es que allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan y se acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para ellos es una esperanza.

“Usted ha de pensar que le estoy dando vueltas a una misma idea. Y así es, sí señor... Estar sentado en el umbral de la puerta, mirando la salida y la puesta del sol, subiendo y bajando la cabeza, hasta que acaban aflojándose los resortes y entonces todo se queda quieto, sin tiempo, como si viviera siempre en la eternidad. Esto hacen allí los viejos.

“Porque en Luvina sólo viven los puros viejos y los que todavía no han nacido, como quien dice... Y mujeres sin fuerzas, casi trabadas de tan flacas. Los niños que han nacido allí se han ido... Apenas les clarea el alba y ya son hombres. Como quien dice, pegan el brinco del pecho de la madre al azadón y desaparecen de Luvina. Así es allí la cosa.

“Sólo quedan los puros viejos y las mujeres solas, o con un marido que anda donde sólo Dios sabe dónde... Vienen de vez en cuando como las tormentas de que les hablaba; se oye un murmullo en todo el pueblo cuando regresan y un como gruñido cuando se van... Dejan el costal de bastimento para los viejos y plantan otro hijo en el vientre de sus mujeres, y ya nadie vuelve a saber de ellos hasta el año siguiente, y a veces nunca... Es la costumbre. Allí le dicen la ley, pero es lo mismo. Los hijos se pasan la vida trabajando para los padres como ellos trabajaron para los suyos y como quién sabe cuántos atrás de ellos cumplieron con su ley...

“Mientras tanto, los viejos aguardan por ellos y por el día de la muerte, sentados en sus puertas, con los brazos caídos, movidos sólo por esa gracia que es la gratitud del hijo... Solos, en aquella soledad de Luvina.

“Un día traté de convencerlos de que se fueran a otro lugar, donde la tierra fuera buena. ‘¡Vámonos de aquí! -les dije-. No faltará modo de acomodarnos en alguna parte. El Gobierno nos ayudará.’

“Ellos me oyeron, sin parpadear, mirándome desde el fondo de sus ojos, de los que sólo se asomaba una lucecita allá muy adentro.

“-¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú no conoces al Gobierno?

“Les dije que sí.

“-También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre de Gobierno.

“Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron los dientes molenques y me dijeron que no, que el Gobierno no tenía madre.

“Y tienen razón, ¿sabe usted? El señor ese sólo se acuerda de ellos cuando alguno de los muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo. Entonces manda por él hasta Luvina y se lo matan. De ahí en más no saben si existe.

“-Tú nos quieres decir que dejemos Luvina porque, según tú, ya estuvo bueno de aguantar hambres sin necesidad -me dijeron-. Pero si nosotros nos vamos, ¿quién se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos.

“Y allá siguen. Usted los verá ahora que vaya. Mascando bagazos de mezquite seco y tragándose su propia saliva. Los mirará pasar como sombras, repegados al muro de las casas, casi arrastrados por el viento.

“-¿No oyen ese viento? -les acabé por decir-. Él acabará con ustedes.

“-Dura lo que debe de durar. Es el mandato de Dios -me contestaron-. Malo cuando deja de hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la sangre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire hace que el sol se esté allá arriba. Así es mejor.

“Ya no volví a decir nada. Me salí de Luvina y no he vuelto ni pienso regresar.

“...Pero mire las maromas que da el mundo. Usted va para allá ahora, dentro de pocas horas. Tal vez ya se cumplieron quince años que me dijeron a mí lo mismo: ‘Usted va a ir a San Juan Luvina.’

En esa época tenía yo mis fuerzas. Estaba cargado de ideas... Usted sabe que a todos nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plata encima para plasmarla en todas partes. Pero en Luvina no cuajó eso. Hice el experimento y se deshizo...

“San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó. Usted que va para allá comprenderá pronto lo que le digo..

“¿Qué opina usted si le pedimos a este señor que nos matice unos mezcalitos? Con la cerveza se levanta uno a cada rato y eso interrumpe mucho la plática. ¡Oye , Camilo, mándanos ahora unos mezcales!

“Pues sí, como le estaba yo diciendo...”

Pero no dijo nada. Se quedó mirando un punto fijo sobre la mesa donde los comejenes ya sin sus alas rondaban como gusanitos desnudos.

Afuera seguía oyéndose cómo avanzaba la noche. El chapoteo del río contra los troncos de los camichines. El griterío ya muy lejano de los niños. Por el pequeño cielo de la puerta se asomaban las estrellas.

El hombre que miraba a los comejenes se recostó sobre la mesa y se quedó dormido.

FIN
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MITO DE QUETZALCÓATL (ANÓNIMO)
El mito se puede conseguir en formato "adobe acrobat reader" en la dirección electrónica
http://www.bibliotecayacucho.gob.ve/fba/index.php?id=97&backPID=103&begin_at=16&tt_products=28
Debe abrir el tomo titulado "Literatura del México Antiguo" y leer las páginas 43,44,45,46 y 47, según la numeración del buscador de "adobe". Suerte
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"LA CASA DE ASTERIÓN"
(Cuento. Texto completo]

Jorge Luis Borges

Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.
Apolodoro, Biblioteca, III,I

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito*) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aqui ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya veras cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado Sol;. abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto.

¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.

FIN
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"LAS RUINAS CIRCULARES"
[Cuento. Texto completo]

Jorge Luis Borges

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.

El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.

Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.

El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.
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"EL JARDÍN DE SENDEROS QUE SE BIFURCAN", por Jorge Luis Borges
(El jardín de senderos que se bifurcan (1941;
Ficciones, 1944)

A Victoria Ocampo


En la página 242 de la Historia de la Guerrra Europea de Lidell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea Serre-Montauban había sido planeada para el 24 de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día 29. Las lluvias torrenciales (anota el capitán Lidell Hart) provocaron esa demora —nada significativa, por cierto. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos páginas iniciales.
“... y colgué el tubo. Inmediatamente después, reconocí la voz que había contestado en alemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor Runeberg, quería decir el fin de nuestros afanes y —pero eso parecía muy secundario, o debería parecérmelo— también de nuestras vidas. Quería decir que Runeberg había sido arrestado o asesinado[1]. Antes que declinara el sol de ese día, yo correría la misma suerte. Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlandés a las órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traición ¿cómo no iba a brazar y agradecer este milagroso favor: el descubirmiento, la captura, quizá la muerte de dos agentes del Imperio Alemán? Subí a mi cuarto; absurdamente cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrecha cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareció increíble que es día sin premoniciones ni símbolos fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber sido un niño en un simétrico jardín de Hai Feng ¿yo, ahora, iba a morir? Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente me pasa me pasa a mí... El casi intolerable recuerdo del rostro acaballado de Madden abolió esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no me importa hablar de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi gasrganta anhela la cuerda) pensé que ese guerrero tumultuoso y sin duda feliz no sospechaba que yo poseía el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre.Un pájaro rayó el cielo gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en mucho (en el cielo francés) aniquilando el parque de artillería con bombas verticales. Si mi boca, antes que la dehiciera un balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que los oyeran en Alemania... Mi voz humana era muy pobre. ¿Cómo hacerla llegar al oído del Jefe? Al oído de aquel hombre enfermo y odioso, que no sabía de Runeberg y de mí sino que estábamos en Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su árida oficina de Berlín, examinando infinitamente periódicos... Dije en voz alta: Debo huir. Me incorporé sin ruido, en una inútil perfección de silencio, como si Madden ya estuviera acechándome. Algo -tal vez la mera ostentación de probar que mis recursos eran nulos—me hizo revisar mis bolsillos. Encontré lo que sabía que iba a encontrar. El reloj norteamericano, la cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves inútiles del departamento de Runeberg, la libreta, un carta que resolví destruir inmediatamente (y que no destruí), el falso pasaporte, una corona, dos chelines y unos peniques, el lápiz rojo-azul, el pañuelo, el revólver con una bala. Absurdamente lo empuñé y sopesé para darme valor. Vagamente pensé que un pistoletazo puede oírse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La guía telefónica me dio el nombre de la única persona capaz de transmitir la noticia: viviía n un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren.
Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que nadie no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución. No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha obligado a la abyección de ser un espía. Además, yo sé de un hombre de Inglaterra —un hombre modesto— que para mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con él, pero durante una hora fue Goethe... Lo hice, porque yosentía que el Jefe tenía en poco a los de mi raza -a los innumerables antepasados que confluyen en mí. Yo quería probarle que un amarillo podía salvar a sus ejércitos. Además, yo debía huir del capitán. Sus manos y su voz podían golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé, escudriñé la calle tranquila y salí. La estación no distaba mucho de casa, pero juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así corría menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sentía visible y vulnerable, infinitamente. Recurdo que le dije al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi penosa; iba a la aldea de Ashgove, pero saqué un pasaje para una estación más lejana. El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresuré: el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el andén. Recorrí los coches: recuerdo a unos labradores, una enlutada, un joven que leía con fervor los Anales de Tácito, un sodado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del andén. Era el capitán Richard Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra punta del sillón, lejos del temido cristal.
De esa aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que estaba empeñado mi duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Argüi que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto. Argüí (no menos sofísticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el hombre se resignarña cada día a empresas más atroces; pronto no habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado. Así procedí yo, mentras mis ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel día que era tal vez el último, y la difusión de la noche. El tren corría con dulzura, entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el nombre de la estación. ¿Ashgrove? les pregunté a unos chicos en el andén. Ashgrove, contestaron. Bajé.
Una lámpara ilustraba el andén, pero las caras de los niños quedaban en la zona de la sombra. Uno me interrogó: ¿Usted va a casa del doctor Stephen Albert?. Sin aguardar contestación, otro dijo: La case queda lejos de aquí, pero usted no se perderá si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda. Les arrojé una moneda (la última), bajé unos escalones de piedra y entré en el solitario camino. Éste, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundían las ramas, la luna baja y circular parecía acompañarme. Por un instante, pensé que Richard Madden había penetrado de algún modo mi desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eeso era imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos: no en vano soy bisnieto de aquel Ts'ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos... Pensé en un laberintode laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes , olvidé mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita.El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines,cursos de agua, ponientes. Llegué, así, a un alto portín herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la música era china. Por eso, yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si había una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo de la música prosiguió.
Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tenía la forma de los tambores y el color de la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abrió el portón y dijo lentamente en mi idioma:
—Veo que el piadoso Hsi P'êng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda querrá ver el jardín?
Reconocí el nombre de uno e nuestros cónsules y repetí desconcertado:
—¿El jardín?
—El jardín de los senderos que se bifurcan-
Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:
—El jardín e mi antepasado Ts'ui Pên.
—¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante.
El húmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el Tercer Emperador e la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce. Recuerdo también un jarrón de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul que nuestros antepasados copiaron de los alfareros de Persia...
Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y también de marino; después me refirió que había sido misionero en Tientsin “antes de aspirar a sinólogo”.
Nos sentamos; yo en un largo y bajo diván; él de espaldas a la ventana y a un alto reloj circular. Computé que antes de una hora no llegaría mi perseguidor, Richard Madden. Mi determinación irrevocable podía esperar.
—Asombroso destino el de Ts'ui Pên —dijo Stephen Albert—. Gobernador de us provincia natal, docto en astronomía, en astrología y enm la interpretación infatigable de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo: todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caóticos. La familia, como acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea —un monje taoísta o budista— insistió en la publicación.
—Los de la sangre de Ts'ui Pên -repliqué— seguimos execrando a ese moje. Esa publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorio. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere el héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts'ui Pên, a su Laberinto...
—Aquí está el Laberinto -dijo indicándome un alto escritorio laqueado.
—¡Un laberinto de marfil! -exclamé-. Un laberinto mínimo...
—Un laberinto de símbolos -corrigió-. Un invisible laberinto de tiempo. A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de más de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil conjeturar lo que sucedió. Ts'ui Pên diría una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts'ui Pên murió; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts'ui Pên se había propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí.
Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts'ui Pên. Leí con incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Devolví en silencio la hoja. Albert prosiguió:
—Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también esa noche que está en el centro de Las 1001 Noches, cuando la reina Shahrazad (por una mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la historia de Las 1001 Noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de sus mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna me parecía corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios capítulos de Tsúi Pên. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado.Me detuve, como es natural, en la frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Casi en el acto comprendí; el jardín de los senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pên, opta —simultáneamente— por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también, proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts'ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones.Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen; por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.
Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano, pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión dos redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera un ejército marcha hacia una batalla a través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla le parece una continuación de la fiesta y logran la victoria. Yo oía con decente veneración esas viejas ficciones, acaso menos admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de un desesperada aventura, en una isla occidental. Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un mandamiento secreto: Así combatieron los héroes, tranquilo eñ admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar y morir.
Desde ese instante, sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible, intangible pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y finalmente coalescentes ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más íntima y que ellos de algún modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió:
— No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un experimento retórico. En su país, la novela es un género subalterno; en aquel tiempo era un género despreciable. Ts'ui Pên fue un novelista genial, preo también fue un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero novelista. El testimonio de sus contemporáneos proclama —y harto lo confirma su vida— sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica usurpa buena parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es el único problema que no figura en las páginas del Jatdín. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa voluntaria omisión?
Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stephen Albert me dijo:
—En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra prohibida?
Refelxioné un momento y repuse:
—La palabra ajedrez.
—Precisamente -dijo Albert-, El jardín de los senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el espacio; esa causa recóndita le prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cadda uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts'ui Pên. He confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído restablecer, el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia:El jardín de los senderos que se bifurcan es una imágen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts'ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas la posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravezar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.
—En todos —articulé no sin un temblor— yo agradezco y venero su recreación del jardín de Ts'ui Pên.
—No en todos -murmuró con una sonrisa-. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.
Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo jardín que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisbles personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En el amarillo y negro jardín había un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitán Richard Madden.
—El porvenir ya existe —respondí—, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de nuevo la carta?
Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un momento la espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado: Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue instantánea: una fulminación.
Lo demás es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido condenado a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el secreto nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en los mismos periódicos que propusierona Inglaterra el enigma de que el sabio sinólogo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yu Tsun. El Jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a través del estrépito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hallé otro medio que matar a una persona con ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi innumerable contrición y cansancio.


[1] Hipótesis odiosa y estrafalaria. El espía prusiano Hans Rabener alias Viktor Runeberg agredió con una pistola automática al portador de la orde de arrestro, capitán Richard Madden. Éste, en defensa propia, le causó heridas que determinaron su muerte. (Nota del Editor.)
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"CONTINUIDAD DE LOS PARQUES"
[Cuento. Texto completo]

Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
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"CARTA A UNA SEÑORITA EN PARÍS"
[Cuento. Texto completo]

Julio Cortázar

Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.

Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.

Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.

Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.

Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.

Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)

Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio.

Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.

Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.

Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.

De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)

Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.

Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.

Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.

No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.

Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.

Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).

A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.

Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.

Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.

Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.

He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.
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"LAS BABAS DEL DIABLO"
Pueden leer e imprimir el cuento desde la dirección Puieden leer e imprimir el cuento desde la dirección http://www.juliocortazar.com.ar/cuentos/babas.htm
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